El alfabeto icónico
El ring, como lugar de confrontación donde los contendientes miden la fuerza de sus puños y la destreza de sus estrategias deportivas, ofreció al cine un espacio para desarrollar historias impregnadas de la épica sentimental del melodrama, muy de moda en los comienzos del siglo XX.
Aunque el boxeo real era considerado inmoral debido a la violencia que exhibía, se toleraba en la pantalla, al ser percibido como parte de una ficción muy apta para generar un juego narrativo con los requisitos necesarios para asegurar el éxito en las salas. El héroe que asciende en la escala social y alcanza la fama, el éxito que proporciona el dinero, las mujeres que lo acompañan para bien o para mal, y el trasfondo del mundo de los negocios poblado de managers y apostadores, configuran los argumentos que se extenderán como la espuma durante el primer cuarto del siglo pasado.
Los primeros combates filmados aparecieron ya en 1894 (The Leonard-Cushing Fight) cuando el cine era un entretenimiento de feria, con precedentes como los gags cómicos (The boxing cats) que se podían visionar con el cinematógrafo inventado por Edison. En 1896, los hermanos Lumiére, ya presentado el cinematógrafo, rodaron Géant et nan, origen del cliché cómico de la pelea entre enano y gigante, expresión del fructífero contraste como generador de risa.
A partir de entonces, el mundo del boxeo como motivo argumental no paró de crecer y expandirse por EEUU y Europa, colonizando todos los géneros, desde la comedia al western, del policíaco al melodrama. El cine se llena de púgiles convertidos en actores y todo un conjunto de directores se vuelca en escribir y rodar historias de boxeo con las estrellas del momento como protagonistas.
Se estrenaron todo tipo de películas con los más variados y en ocasiones absurdos argumentos. Fight for love (1908) contaba el enfrentamiento entre un americano y un inglés por el amor de una dama; y en los años 20, El último hombre sobre la Tierra, narraba el combate entre dos senadoras que se disputaban el último hombre fértil en el mundo, en una distopía de ciencia ficción.
Grandes directores filmaron historias de boxeo, como Henry King (The Climber, 1917) y Raoul Walsh (Blue Blood and Red, 1916). No olvidamos que Charles Chaplin rodó tres películas sobre boxeo entre 1914 y 1915, en las que hizo el papel de árbitro, borracho y campeón respectivamente. Algunos de los gags de The Champion fueron utilizados en Luces en la ciudad en 1931. Al éxito de los filmes de boxeo, considerados por algunos un género cinematográfico, contribuyeron las películas por episodios, formato que aseguraba la atención de los espectadores durante las semanas que duraba la serie. En España, Ricardo de Baños realizó Fuerza y nobleza, con el hercúleo púgil negro Jack Johnson como protagonista de los cuatro episodios.
Es en los años 1920-1929 cuando estalla el boom del boxeo. Son los locos años 20. Escribe Pablo Mérida en El boxeo en el cine. 1894-1994, Ed Laertes, Barcelona, 1995:
“Estalla la locura. Las películas de boxeo se producen tan rápido como se baila el charlestón. Hay dramas, westerns, biopics, policiacos y hasta musicales. En los filmes intervienen nombres de oro de la historia del cine, como Buster Keaton, Alfred Hitchcock, Frank Capra… Y para acabarlo de arreglar, el cine empieza a decir sus primeras palabras. ¡Es la bomba!”.
El boxeo irrumpe en comedias, tragedias e historias de aventuras, al tiempo que se filman también combates reales cuya proyección posterior tenía una excelente acogida. El filme de Lambert Hillyer, The Knockout (1925), con su historia de un boxeador retirado al que trágicas circunstancias obligan a volver al ring, sienta las bases del triángulo amoroso como motivo del melodrama boxístico y nutre historias como El hombre tranquilo, de John Ford (1952).
Buster Keaton se sentía orgulloso de Batting Butler (El último round/El boxeador, 1926) que, basada en una obra musical, contaba las peripecias de un millonario obligado a hacerse pasar por un campeón de boxeo. La octava película de Frank Capra (La virtud del amor, 1928) narra, en tono humorístico, los intentos de un diseñador de modas que pretende boxear para conquistar a su amada. Hitchcock escribió y realizó The ring en 1927.
The ring, un combate emocional
Melodrama y boxeo son los ingredientes que integran esta historia. Jack Sander (Carl Brison) se gana la vida en una caseta de feria peleando por apuestas con los voluntarios que se ofrecen. Su ilusión es prosperar en el boxeo y casarse con su novia Nelly (Lilian Hall Davies), la vendedora de tickets. En su proyecto se interpone Bob Corby (Ian Hunter), un boxeador sólido y famoso que coquetea con Nelly. Los celos hacen el resto y el conflicto están servidos.
No es la primera ni la única vez que el triángulo amoroso en sus diversas facetas aparece en la filmografía de Hitchcock. Aquí juega un papel central como impulsor de la historia y del desarrollo del argumento, a diferencia del El jardín de la alegría o El asesino de las rubias. No nos detendremos en la temática del filme, que respeta las convenciones del género —con la tentación y caída de la mujer, la perfidia del amante rico y la redención final— sino en el lenguaje cinematográfico con que se escribe y su modernidad respecto a otros directores y obras de la época.
Ya en un primer visionado llama la atención la escasez de rótulos en una película muda, lo que nos habla del poder de las imágenes y el talento del director para configurar un lenguaje visual autosuficiente y eficaz.
Cuando en 1925 viajó a Alemania para participar en el rodaje de The blackguard/La princesa y el violinista, ya había conocido el trabajo de Murnau durante el rodaje de El último, que consideró como una “historia sin subtítulos, contada sólo con la imagen”.
La fascinación de Hitchcock por los movimientos de cámara para imprimir un sello personal en la historia e impregnar de intencionalidad el discurso narrativo es sobradamente conocida como base de su singular lenguaje fílmico. Sin embargo en The ring apenas se utiliza el recurso de la “cámara sin cadenas” sino una rigurosa y preparada elaboración del encuadre y una estricta planificación del espacio, resultado de su adhesión a los principios del montaje de Eisenstein.
Según José Luis Castro de Paz (Alfred Hitchcock, Cátedra/Signo e Imagen, 2000), los encuadres de gran potencia, el punto de vista y las metáforas visuales se configuran como elementos esenciales del cine de Hitchcock en esta época, tanto en The lodger (1926) como en Manxman (1929) y otros filmes. El plano como unidad narrativa es el espacio donde se proyecta el contenido de una historia fragmentada, cuya estricta composición se articula y organiza en un montaje analítico, que conduce y administra el ritmo narrativo.
Esta realidad, “geometrizada” por la férrea planificación hitchcockiana, es consecuencia de aquel factor biográfico que en sus años de aprendizaje en la Escuela Técnica le llevaron a elaborar listas, horarios de trenes y mapas, en un afán por ordenar el caos mediante el control del espacio y la creación de un dibujo, un croquis, un plano.
También hay en The ring cruces de miradas y mirones que observan al resto de personajes a través de ventanas, así como burlas a la autoridad y cierta ambigüedad moral en alguno de los personajes. Pero es en el plano donde se encuentra contenida toda la tensión, la inquietud del movimiento congelado que anticipa el siguiente, la inestabilidad de lo oblicuo, la agitación que sustenta y suspende la atención del espectador y lo manipula para conducirlo al universo ficcional que es la historia filmada.
La primera parte de la película que nos ocupa sucede en la feria, un lugar lleno de multitudes, atracciones y tiovivos. Hitchcock, que disfrutó en su infancia de las diversiones populares donde se concentraba el gentío que deambulaba por mercados o asistía a teatros, nos regala en esta ocasión la descripción del ambiente ferial por fuera y por dentro.
La película comienza con el plano de un tambor donde el redoble de los palillos anuncia el comienzo del espectáculo, el de la feria y el del cine. Luego se suceden una serie de planos frenéticos que dan cuenta del festivo alboroto en que participan las masas. Un ligero contrapicado en escorzo encuadra un segmento de los asientos volantes de un carrusel girando a gran velocidad. Rápidamente aparece un balancín, la cara en primer plano de una mujer que grita muy excitada, el plano subjetivo de lo que mira, el suelo en movimiento; le sigue el primer plano de la boca del publicista que anima a la gente a entrar en la carpa de boxeo, que se encadena con el de la enorme boca de un muñeco de madera con siluetas a las que disparan los asistentes. En contraplano, la conducta irracional del público que ríe ante un pobre negro, que cae al foso aguantando los huevos arrojados por dos niños, tan perversos como el policía que les ríe la gracia. Tanto la malicia de los niños como la insensible torpeza de la autoridad son denunciados por este director al que le molestan los primeros y ridiculiza a la segunda. Todo el conjunto evoca el gentío, los ruidos, las risas, los empujones y el polvo de un ambiente que contiene agitación, movimiento y diversión: la feria.
El conflicto interno se gesta en medio de esa muchedumbre enfervorecida y no siempre sobria. Las mal disimuladas miradas que se cruzan Bob y Nelly anticipan, en el desvío ladino de sus ojos, el idilio que convertirá el coqueteo inicial en adulterio consumado. Mientras operan estas miradas en la diégesis, la del enunciador del discurso permanece fuera de la historia, pero con las puntuaciones oportunas para que se filtre su intención.
Los detalles del atrezo se ajustan a las convenciones: los ricos, Bob y su manager, con traje y sombrero; los pobres, Jack y su grupo, con la cabeza descubierta y jerséis o chaquetas, que serán sustituidas por esmóquines, pieles y coches lujosos a medida que vayan ascendiendo social y económicamente.
La impronta del director, como responsable total de la película, se observa en las ventanas que muestran el punto de vista de Nelly y la gitana, respectivamente. Desde la primera, un recorte en la tela de la caseta, Nelly muestra el interior de la carpa y el cuadrilátero donde Jack vence a sus contrincantes en un solo asalto. El plano descubre un espacio donde la multitud, de espaldas y a contraluz, oculta lo que ocurre en el ring, de forma que la inquietud del personaje observador se extiende al espectador, que ignora también qué está pasando.
El plano general en picado donde el humo circunda los gestos ansiosos de un público entregado al espectáculo forman un conjunto que ya es parte del imaginario del cine. La gitana vigila y espía a los personajes penetrando en su interior y accediendo a los detalles del engaño que padecen o pergeñan: Jack, corriendo tras el éxito, Nelly tras el dinero y Bob tras la diversión. Todos mienten a los otros o se mienten a sí mismos en esta historia donde se superponen dos tramas, la del deseo amoroso y la del boxeo, hasta que finalmente los celos y la rabia las acerquen y fusionen.
La gitana es el personaje omnisciente que todo lo sabe y sonríe sarcásticamente como una deidad degradada hasta su caricatura. Como los seres omniscientes, interviene en el relato con mensajes crípticos e indicios insinuantes. El lenguaje de las cartas y su ambigua interpretación pueden resultar tan malintencionados como la agorera herradura que lleva a Bob la latente promesa de un futuro más gratificante con Nelly.
Los otros signos remiten al contenido simbólico de algunos objetos. El brazalete en forma de serpiente enroscada, que Bob regala a Nelly, es una clara alusión a la frívola maldad de aquel y a la conciencia de culpa de ella, que oculta reiteradamente la joya con la mano. Las seis copas de champán que van perdiendo sus burbujas apuntan a la desilusión de Jack y sus amigos ante la ausencia de la esposa en la celebración del éxito de su todavía marido.
No podían faltar tampoco algunas secuencias o planos de contenido imaginario u onírico. El rostro de Jack con las caras superpuestas de los vencidos en la feria sugiere el éxito y el ambicioso itinerario en que se enredará como sparring de Bob, primero, y boxeador en ascenso, después.
Más interés ofrece la secuencia de la fiesta que tiene lugar en el salón de la casa de Jack, donde se cruzan dos perspectivas de una situación que está rozando sus límites. Por un lado, Nelly coquetea descaradamente con Bob en medio de los estrambóticos bailes de las hermanas mellizas y la música estridente del charlestón, componiendo un cuadro que es tópico en comedias, dramas y melodramas. Por otro, Jack conversa con el manager de Bob (Forrester Harvey) sobre su futuro como boxeador. Las dos realidades suceden en dos zonas de la casa, correspondiendo cada una a cada trama de la historia. Nelly y Jack se observan mutuamente a través de espejos que van mostrando las actitudes de ambos en paralelo. El espejo actúa de mediador entre los personajes devolviéndoles un reflejo de la realidad que temen: ella, la culpa, y él, la inquietud de la pérdida y los celos. La puerta que finalmente cierra Jack tapa el espejo y anticipa su decisión de mirar para otro lado e ignorar lo que sucede.
La enfermiza preocupación de Jack se vuelca en un episodio onírico donde las teclas desenfocadas del piano se superponen a instrumentos musicales, al giro obsesivo del disco y a las caras de los amantes en el proceso de consumar un beso, mientras una música emotiva eleva la tensión dramática hasta el extremo. Cuando Jack despierta de su alucinación y vuelve a la negociación profesional, intuye que en su camino hacia el éxito quizá pierda a su mujer. Elige conquistar el triunfo encubriendo su opción con la excusa de pelear por su esposa. En ningún momento la postura moral de Jack está clara, ya que la superposición de las dos tramas hace que todo tenga doble sentido. La ambigüedad, esa otra impronta hitchcockiana, está servida.
Otra secuencia de alto valor simbólico y ágil resolución es la que sucede la mañana siguiente al cierre del contrato entre Jack y Bob. No olvidemos que cuando la noche anterior se dieron un apretón de manos para sellar el acuerdo, los brazos de ambos se fundieron mediante un plano encadenado con las manos de Bob poniéndole el brazalete a Nelly. Esta clara representación de la fusión de los dos ejes temáticos de la historia se resuelve en la secuencia diurna de la charca en que Jack se afeita tan contento. La cámara se sitúa detrás de Nelly que, en planos con encuadres cada vez más pequeños, se acerca a su novio por detrás y tira al agua el brazalete mientras le habla y abraza. Por un momento el agua rompe su quieta superficie en ondas que difuminan y distorsionan la imagen de ambos. La confusión sobre la perversa joya y sus efectos se resuelve con la mentirosa y cínica explicación de Nelly. Jack, no obstante, la cree, pues rodea su dedo con la joya como si fuera un anillo de compromiso y la cita para su próxima boda.
Pero donde se evidencia el talento del director es en la construcción de un relato donde el desarrollo temporal del argumento, la dosificación de la información y el control del ritmo vienen dados por el uso y manipulación del plano como elemento narrativo. Ante la imposibilidad de desmontar todo el filme, nos referiremos a algunos de ellos que han llamado nuestra atención.
Los primeros planos en que aparecen de perfil Bob y Nelly evidencian el dominio de él sobre ella mediante una composición oblicua, que sitúa a Bob en el ángulo superior derecho y a Nelly en el inferior izquierdo. Muy expresivo es, en leve picado, el plano del lento acercamiento del rostro de ambos para besarse, hasta que el sombrero de Bob cubre por completo a Nelly, todo un símbolo del poder de la riqueza. En sentido contrario, la secuencia donde Nelly limpia y cura a Jack, malherido tras el combate con Bob, acaba con un plano donde ella ocupa el vértice dominante, pues es la que lo manipula para que acepte un trabajo que la permitirá estar cerca de Bob y lo que éste representa.
Pero la apoteosis de la utilización del plano para atrapar al destinatario con la dosificación de la tensión dramática es en la secuencia final, que enfrenta a los dos antagonistas en el combate decisivo. El interés del público y el paso del tiempo se plantean en planos con carteles anunciadores que muestran el ascenso de Jack y por cuyo lado inferior vemos pasar las cabezas de la gente. Esta selección de elemento mediante el encuadre se manifiesta en la sucesión de piernas, brazos, torsos, rostros y pies de los diferentes personajes que se mueven en el ring, dotando a la escena de un dinamismo muy estimulante.
Lo mismo sucede con la variedad de las angulaciones: el picado para representar al público en los planos generales del ring del Albert Hall, abarrotado. El contrapicado para el angustiado rictus de Nelly que, desde abajo, sufre por el dolor de su marido. En violento contrapicado se expone el compartimento donde la prensa con sus cámaras de cine y fotografía filman y registran el acontecimiento, como era costumbre. Arriesgadas angulaciones en tomas donde vemos al boxeador a través del puente en uve invertida que forman las piernas de uno de los personajes. Los rápidos y sucesivos planos de las cuerdas del ring en diagonal o perpendicular al eje del encuadre contribuyen acrecentar la tensión y acelerar el ritmo. El travelling hacia atrás de la espalda de uno de los ayudantes va abriendo el plano hasta encuadrar a todo el equipo, que abanica con movimientos desesperados al púgil maltratado. Todo contribuye a hacer avanzar el tiempo a gran velocidad antes de concluir la historia con su desenlace.
Y no podía faltar el humor como ingrediente del estilo Hitchcock. Muy sutil es hacer que el entrenador (Gordon Harker) cuelgue de una percha la chaqueta de Bob, en lugar de colocarla sin más en las cuerdas del ring como acostumbraba con las prendas de los menos pudientes; percha que, tras el combate, Bob colgará del jersey del entrenador, burlándose a sus espaldas. El enunciador cuestiona así la forma en que los ricos agradecen las atenciones de los pobres, pues con esta acción se alude a los atributos de los dos personajes y se los califica: bondadoso e ingenuo, el entrenador; malicioso y cruel, Bob.
Puesto que aquél tiene asignado el rol cómico, en la boda —una auténtica y paródica farsa— cuando el padrino le señala los dedos para que entregue el anillo, mira a otro lado al pensar que el gesto se refiere a los que se metió en la nariz momentos antes. Todo ello provoca el consiguiente jolgorio por parte del público, el que asiste a la boda y el de la sala de cine. El bostezo de Bob mientras los novios formulan su promesa, responde al deliberado propósito del director de dejar clara la superficial y egoísta conducta del personaje.
Aunque ésta no sea una película perfecta, sin duda evidencia el intento de Hitchcock de construir un lenguaje propio, una singular forma de narrar y una particular mirada. El guión, escrito en colaboración con Eliot Stannard, experto de acreditada solvencia con ocho proyectos compartidos y ochenta y ocho propios, revela la gran destreza del equipo en la articulación de secuencias concebidas para un montaje analítico. Su combinación con elementos simbólicos junto con la variedad, fuerza y originalidad de los encuadres, dejan su huella en la Historia del cine.
Quizá el hecho de que el director comenzase entonces su colaboración con la productora British International Pictures, le diera los medios y la libertad para poner a prueba su imaginación y capacidad creadora.
Escribe Gloria Benito