Death Proof (2007), de Quentin Tarantino

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Homenaje a Tarantino

death-proof-1A lo largo de este filme, el director rinde un sentido homenaje al imaginario cinematográfico y televisivo que le acompañó en su más tierna adolescencia, allá por los años setenta del siglo pasado. La celebración se focaliza a través del personaje interpretado por Kurt Rusell, Stuntman Mike (Mike el Doble, o Mike el Doble Mckay, tal como él mismo se presenta en una escena a una de las chicas protagonistas, Jungla Julia Lucai).

Por lo que respecta a la televisión, Mike expone su currículo como stuntman a un grupo de jovencitas en el Texas Chili Pastor, en presencia de Warren, dueño del local interpretado por el propio Quentin Tarantino. Ante este auditorio, ufano y pavoneado, Mike desgrana su carrera profesional: participó en El Virginiano, por su parecido con el actor Gary Clarke, al que siguió cuando se mudó a la serie Shiloh; también dobló al actor Lee Majors. Después se especializó en coches, doblando a Robert Urich…

En mitad de su relatorio extático, del que en su inicio ha participado Warren haciendo alusión a El gran Chaparral, Mike se percata de la impasibilidad de los rostros de sus oyentes, cuando no de cierta estupefacción, lo que le lleva a interpelarles directamente respecto al grado de conocimiento de dichas series. Obviamente, la respuesta, con educada disculpa incluida, es negativa. No tienen ni idea de lo que está hablando. Para mitigar la desilusión que se trasluce en el rostro de Mike, Pam, la destinataria principal de su exposición, le inquiere por el modo en que se hizo «Doble». La respuesta rezuma ironía tarantiniana: como entra todo el mundo, lo metió su hermano, Bob el Doble.

Cinematográficamente, el espectro de connaisseures se amplía. Por un lado, el propio Mike vuelve a relatar a Pam, ante el asombro que ésta muestra frente al «tuneado» coche del especialista (es un vehículo «death  proof», a prueba de muerte), futuro sarcófago de la desprevenida jovencita, toda una serie de títulos de películas en las que los automóviles son prácticamente protagonistas: Punto límite cero (Vanishing Point, Richard C. Sarafian, 1971); La indecente Mary y Larry el loco (Dirty Mary, Crazy Harry, John Hough, 1974); Infierno en la carretera (White Line Fever, Jonathan Kaplan, 1975)…

Por otro lado, Mike encontrará la horma de su zapato, un interlocutor a su altura, en un dúo de especialistas y dobles como él, pero en activo, a pesar de su juventud y de su condición femenina, con quienes podrá «dialogar», compartir y practicar su común afición profesional, siendo incluso superado por ellas. Éstas son Kim, una aguerrida joven negra, y Zoe, una especialista neozelandesa. Ambas se reconocen como «fanáticas del motor», exponiendo su propia relación de «divinidades» cinéfilas: las ya mencionadas supra por Mike ( «Punto límite cero es un puto clásico, una de las mejores películas que hay» ), a las que añaden El gran miércoles (Big Wednesday, John Milius, 1978) y Sesenta segundos: «la buena, no la mierda de Angelina Jolie».

El tributo de Tarantino a los años 70 no sólo es enunciado, sino que también se amplía a la enunciación, al modo en que desgrana su particular celebración rememorativa. Su pretensión no reside en hacer una copia de los setenta, sino en plasmar, recrear en la pantalla una película de los 70.

En cierto modo, el Doble Mike es un trasunto del álter ego del director: ambos comparten un imaginario colectivo que el tiempo ha arrumbado, pero que la magia frankensteiniana del cine puede volver a dotar de vida, resucitar. Para ello, el doctor Tarantino no duda en profanar las tumbas cinematográficas donde yacen los restos de los engendros fílmicos de los 70: la serie B, el cine gore, todo el rosario de cine de exploitation, de los subproductos que proliferaron a la sombra de los convulsos años setenta y que persiguieron rellenar los «nichos» de consumo por parte de un público dispuesto a consumir fastmovie: cine de terror, road movie, cine made in Hong Kong, de artes marciales…, esto es, la producción periférica a la industria principal basada en la búsqueda de calidad y reconocimiento intelectual, un cine que se generaba en los «márgenes» de las corrientes principales, mayoritariamente desacreditado por la crítica de sus coetáneos, pero felizmente deglutido por un espectador ávido de emociones fuertes, de sabores intensos, que relegaba los estándares de prestigio y cinefilia a un segundo plano.

Ese «puto clásico», tal y como califica Kim a Punto límite cero, es el «puto clásico» de Tarantino. Ya no se trata de la parodia como mecanismo de relectura de géneros exhaustos, al modo del spaghetti-western de Leone, que al fin y al cabo partía de una lectura de clásicos canónicos del western para elaborar sus propios filmes, sino de una especie de parodia de la parodia, de un mecanismo de subversión sustentado sobre unos hilos tan tenues que pone en entredicho los propios fundamentos sobre los que el artefacto cine había circulado durante las décadas anteriores.

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Obviamente, el clima cultural de los 70 propiciaba este nuevo sucedáneo cinematográfico. La contracultura imperante socavaba los límites y las fronteras de lo artístico; la juvenalia se convertía en un valor estético y en un objeto de consumo en sí mismo. En los EEUU, el fantasma de Vietnam empezaba a corporeizarse y parte de sus demonios incubaban un nuevo cine. Lo contestatario, lo comprometido políticamente, pero también su reverso, el puro y duro «gamberrismo» cultural, la provocación, se instauraban y buscaban su lugar al sol del mercado del ocio, cuando no intentaban crear un paraocio alternativo y diferente, cuyas consecuencias son de sobra conocidas.

El ejercicio tarantiniano persigue, pues, mediante una inversión del camino seguido en los años 70, dotar de «aura» intelectual, de estatuto cinematográfico, a aquellos productos que nacieron como un rechazo o repulsa a lo establecido, como síntoma de un malestar que explosionó en todo el mundo occidental  y particularmente en los EEUU. Lo que en su momento fue una secuela (consecuencia) en el cuerpo social y cultural, ahora se convierte en una «secuela», en un simulacro de diseño al que se le ha desactivado cualquier resorte de representación social en aras de una estilización representativa narcisista y auto-indulgente, tributaria de un onanismo fílmico que se regodea en el propio placer, incapaz de engendrar algún fruto productivo autónomo.

La caracterización física de Mike lo muestra como un outsider del presente que lo envuelve: su tupé al modo rockero, su chupa de piloto, su silencio y reconcentración, su mirada penetrante, inquisitiva, y, sobre todo, la ostentosa cicatriz que le atraviesa todo el rostro, metonimia de la bestia salvaje que anida en su interior, disfrazada detrás de unos modales de caballero y de un lenguaje propio de tiempos pretéritos, por su afectación cortés y lírica.

Su primera y desprevenida víctima, Pam,  lo tilda de «vaquero» por sus posturas, gestos y movimientos mientras está acodado a la barra y  por su contención frente al alcohol: «Las apariencias engañan: soy abstemio. He estado bebiendo soda con lima: me preparo para lo gordo», dice Mike, quien admite que es muy fácil confundir a un doble con un vaquero. Previamente, un grupo de muchachos que han estado intentando emborrachar al grupo de chicas que han recalado en el bar de Warren/Tarantino se burlan del aspecto y la persona de Mike: «Se ha caído de la máquina del tiempo. Un disfraz de pollo, para el paleto.»

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Pero Mike es un lobo que está acechando al grupo de jovencitas/ovejitas formado por Arlene, Shana Banana y Jungle Julia, de las cuales ha hecho un seguimiento previo elíptico, tal y como confirman las fotografías de las tres que guarda en el parasol de su coche.

Las víctimas propiciatorias para el holocausto automovilístico de Mike son tres nínfulas pertenecientes a una generación en las antípodas culturales (cinematográficos y televisivos) del lobo-especialista, sobre las que se ha posado su mirada rijosa y lasciva. La indumentaria que las asiste, así como la constante fetichización de sus piernas y sus pies desnudos por parte de la cámara; el lap dance que Arlene ejecuta embaucada por la retórica peudo-amorosa y seductora, fundada en la palabra, de Mike, en medio de un efluvio etílico y tóxico, son la espoleta que activa el deseo imposible de Mike: podrían ser sus hijas, hay una sima vital y social entre él y las chicas.

No hay ninguna explicación, causa u origen para el comportamiento homicida de Mike: es un killer on the loose, un psicópata deudor de ciertas extensiones del cine gore (La noche de Halloween, Viernes 13…), pero lo que interesa resaltar es el instrumento, el arma homicida: su vehículo de especialista. Su coche, trucado y preparado para rodar escenas de acción y persecuciones carismáticas (tributo a Bullit, French Connection y a las películas ya citadas), deviene una especie de barco pirata con el que asaltar y asesinar a sus desprevenidas víctimas. El color negro que lo recubre emula la bandera negra de los corsarios: en el capó aparece la insignia de la calavera y los huesos entrecruzados. El abordaje que lleva a cabo es de tal calado como la embestida mortal de un toro berroqueño, representando los acelerones del motor los resoplidos del animal. Tarantino enfatiza el brutal choque y sus terribles consecuencias ralentizando la imagen para que podamos disfrutar plenamente del descuartizamiento y deformación de los cuerpos bellos de las ninfas indolentes, ofreciendo la escena cuatro veces, a fin de deleitarse en el final truculento de cada una de las cuatro ocupantes del vehículo. La casquería recibe también su esperado tributo.

El propio director se encarga de realizar el comentario del texto a lo acaecido a través de una secuencia situada en el hospital donde Mike se repone de sus magulladuras mientras es entrevistado por la policía. Aquí aparecen los mismos personajes y actores que en Kill Bill interpretaban al sheriff y a su hijo, encargados de la investigación de la masacre en la capilla. La causa de la muerte de las jóvenes se determina como «homicidio vehicular«; para el sheriff se trata de un «rollo sexual», es el único modo de que «ese degenerado se corra». La ironía desactiva cualquier atisbo de trascendencia, sitúa al espectador en el territorio paródico y descabellado en que el director pretende mantenerlo.

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La película da un salto temporal de 14 meses, a la par que espacial: de Austin, Texas, ciudad caracterizada por su industria musical, tal como el personaje de Jungla Julia mostraba por su condición de discjockey y productora de grupos musicales, además de ocasional modelo publicitaria con éxito, reclamo que encendió la brasa homicida en Mike, a Lebanon, Tennessee, estado natal de Quentin Tarantino. En el Texas Chili Bar, espacio cerrado donde ha transcurrido el 80% del metraje de la primera parte del filme, la música ocupaba un lugar protagónico. Los constantes planos de detalle dedicados a la  jukebox que presidía el local era un nuevo guiño a los enaltecidos años 70.

En esta segunda parte, simétrica a la anterior, las nuevas y jóvenes protagonistas pertenecen o pululan alrededor del mundo del cine, hecho este que será determinante para su salvación. Los diálogos banales siguen presidiendo y ocupando la mayor parte del tiempo, diálogos que se recrean en las aventuras amorosas de alguna de ellas. Dos de los cuatro personajes femeninos son unas «fanáticas del motor», siendo su profesión la misma que la del lobo-pirata-cazador que las va a acechar: especialistas de coches. Este conocimiento compartido, este culto a lo automovilístico será su tabla de salvación.

Zoe, la especialista neozelandesa que se interpreta a sí misma y que ya había trabajado para Tarantino (se aprecia la constante demolición que ejerce el director entre los límites de realidad y ficción, cómo permea ambas categorías confundiéndolas y resquebrajándolas), ha encontrado en Tennessee un vendedor que posee un producto por ella largamente anhelado: un vehículo Dodge Challenger de 1970, con motor 440, pintado de blanco. A saber, el coche que conduce Kowalski, el protagonista de Punto límite cero. Zoe pretende, con la ayuda de la otra chica especialista, Kim, realizar una pirueta acrobática en tal coche: hacer un mástil.

Pese a las objeciones de su amiga Kim por la peligrosidad de tal acrobacia, consigue que se avenga a ayudarla. Durante la realización de tan arriesgada pirueta, serán abordadas por el bucanero Mike, que ya las venía asediando discretamente desde el inicio de esta segunda parte (hay una secuencia en que huele y acaricia los desnudos pies de Abernathy, Abby, que cuelgan de la ventanilla del coche donde ella está durmiendo).

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Obviamente, las aguerridas chicas sabrán repeler el abordaje vehicular de Mike, que en un momento dado, consciente de la valía profesional de sus víctimas, intenta entablar un diálogo de igual a igual con ellas, siendo rechazado a tiros, mientras da comienzo la caza del cazador: ahora Mike sufrirá en sus propias carnes su misma medicina: verse perseguido y acorralado por un grupo de «indefensas» jovencitas. La persecución finaliza con la captura de Mike, que se ha mostrado como un llorón que no soporta el dolor, que pide ayuda gimoteando como una «mujercita» y al que le propinan una tremenda paliza, al modo de los prolíficos y sonoros golpes de las películas de artes marciales, paliza que culmina con la ejecución del verdugo, ahora víctima, a través de una patada ejecutora por parte de Abby.

Más allá de este acto de pleitesía del director con su propio imaginario sentimental y cinéfilo que es Death Proof, ejecutado como un asalto pirata a todos los subgéneros cinematográficos habidos y por haber en la década de los 70, un abordaje en toda regla, cabe señalar un casual paralelismo entre el nombre del protagonista del «puto clásico» que vehicula el acto celebratorio de la película, Kowalski, y el nombre del último personaje interpretado por Clint Eastwood: el Kowalski de Gran Torino. Lo que en Eastwood se desgranaba como una oración elegíaca a todo un universo personal y sentimental, a un modus vivendi americano en extinción, a un personaje que él había encarnado a lo largo de su prolífica carrera, pero cuyo relevo podía ser tomado por las nuevas generaciones de inmigrantes, universo simbolizado en el Ford Gran Torino que intitulaba su película, en Tarantino se deshilacha como una auto-parodia que se consume a sí misma. Partiendo de idénticos referentes, los resultados no pueden ser más dispares.

La paradoja de Tarantino, y su carencia, es que necesita de un espectador no sólo versado en su objeto de culto, sino que además le admita y acepte su egotismo como algo con valor universal, trascendente de lo anecdótico.

En este caso, su botín es demasiado escaso para que se le otorgue asentimiento. 

Escribe Juan Ramón Gabriel 

(Este artículo fue inicialmente publicado en septiembre de 2009, en el monográfico dedicado a Quentin Tarantino.)

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