La trama (Family Plot, 1976)

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¡Culpas de familia!

family-plot-0Al ver de nuevo esta película tuve una extraña sensación: la fragilidad de la memoria se había deshecho de lo sustantivo y mantenía lo anecdótico de aquella primera vez. Recordaba vagamente el entusiasmo del barbudo con melena que hablaba y coordinaba el coloquio en el cinefórum sobre la película La trama (producida por Universal Pictures). Aquel profesor de filología desmenuzó esta obra de Hitchcock y la relacionó con el resto de su filmografía. Pero de la sesión de entonces solo recuerdo lo emocionante de poder ver la película y lo acalorado que resultó el debate.

Revisando algunos textos sobre la película, calificada como típicamente setentera, se desprende un cierto consenso en considerarla una obra menor en la filmografía del director. Lo uno y lo otro proponen posiciones contrapuestas y en conflicto de incierta resolución.

Pese a la frustración inicial y la imposibilidad de recurrir al recuerdo de los comentarios ilustrados de aquel cinéfilo, me senté tranquilamente a ver la película como si fuera la primera vez.

¡Tampoco esto me resultaba posible! A medida que los bits reconstruían de nuevo la historia, crecía la sensación de estar viendo otra «otra» película. Sin embargo, era la misma, pero los elementos narrativos y dramáticos invitaban a revivir la historia de modo muy diferente. Y esta provocación entre los espectadores es lo que hace de Hitchcock un artista excepcional, obliga a que cada visionado resulte una experiencia diferente.

Cruce de culpas y delirios

Desde la primera escena pone al espectador a barruntar sobre lo que les pasará a los personajes. En este caso, la historia comienza con una larga secuencia en la que la abuela Julia Rainbird escucha a una chiflada haciéndose pasar por médium (Blanche, interpretada por Barbara Harris). Con sus truculencias y aspavientos, simula recibir mensajes de Henry, el dios que todo lo ve, y que «habita en el plano astral».

Por cierto, en varias ocasiones la pitonisa se tapa la cara como para no ver, pero el plano detalle muestra que por entre los dedos está mirando las reacciones de la anciana. En la escena funciona como advertencia del truco, pero a la vez es un guiño al espectador para que avance en su reconstrucción del relato fílmico como quien ve sin ser visto.

Con toda esta sobreactuación la pitonisa está convenciendo a la abuela que será capaz de localizar al sobrino desaparecido (William Devane, que hace de Arthur y de Edward), y ahora único heredero de la anciana.

La habitación del ritual tiene muy buena apariencia, por lo que la herencia en cuestión se adivina cuantiosa. Y el motivo de la desaparición del niño, el Edward de entonces, permite anticipar el importante conflicto surgido en familia tan distinguida: el nacimiento de un hijo de soltera. Por reparar este desaguisado del tradicionalismo moral, Blanche se llevará 10 de los grandes y, si los consegue, su novio le promete una noche de cama de las que el «público ovaciona en pie».

Pero de casarse, nada de nada, cuando se lo pide a su novio George, el taxista/detective con pipa en la boca, le reprocha que es «una aguafiestas». El protagonista de Frenesí (1972) le dice a su amiga, una rubia «avinagrada» por su prolongada soltería, que hoy la «mayoría considera que el matrimonio es un infierno».

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Vista la primera parte del metraje, se advierte con facilidad que estamos ante una película más de Alfred Hitchcock, en la que se pueden identificar muchos de los ingredientes narrativos de su cine. Quien estaba en otro momento y en otro lugar era yo y mis circunstancias como espectador.

Lo de si era una obra mayor o menor, no venía al caso, tampoco resultaban demasiado relevantes los comentarios sobre el delicado estado de salud del director durante el rodaje de su última película, con 77 años. También pasaban a un segundo plano los atinados comentarios de aquel melenudo sobre la construcción del guion, los encuadres, la fotografía, la dirección de actores, la razón de por qué no contó en el reparto con Al Pacino, Jack Nicholson o Liza Minnelli, si fue por presupuesto o por desavenencias, los detalles sobre el montaje o la magnífica banda sonora de John Williams (única colaboración entre ambos).

En definitiva, lo racional pierde vigencia ante la experiencia de seguir un relato en el que hasta el mínimo detalle es relevante. Al igual que en la mayoría de sus películas, en La trama Alfred Hitchcock activa, mediante diferentes recursos visuales y sonoros, el juego que propone a los espectadores de sus películas, no quería que estos se despistaran lo más mínimo. En definitiva, invita y a la vez provoca para vivir una experiencia distinta ante el relato fílmico. Lo cual, desde luego, resulta muy difícil encajar con la «lectura» —racionalista platónica según la califican algunos estudiosos de las metodologías de análisis del cine—, que se nos ofreció en aquella sesión de cinefórum hace ya mucho tiempo.

Como mantiene Alain Bergala en uno de sus libros, la «hipótesis del cine» quiere decir que, en cada encuentro con una película, los espectadores debemos experimentar emociones distintas a las veces anteriores y hasta casi sentir el vértigo de la creación. Sensaciones que, en el caso que nos ocupa, son especialmente provocadas por la factura de la narración cinematográfica del director. Ingredientes narrativos reconocibles en la mayoría de sus obras y que de un modo u otro están presentes en La trama, como trataremos de exponer a continuación.

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El peso de la educación familiar

En La trama, al igual que en la mayor parte de la filmografía de Hitchcock, se abordan temáticas muy humanas, pero harto complejas. De hecho, sobre el fondo de la familia como institución deambulan dos parejas que pese a ser antagónicas en esta historia, comparten el sentimiento de culpa, el deseo contenido o la inmoralidad en las actuaciones a cambio de mejorar sus ingresos económicos: el cobro de rescates o el engaño a una abuela millonaria.

Las vicisitudes por las que atraviesan y se cruzan las dos parejas le confiere al relato un tono de comedia con finas críticas al sistema de orden más tradicionalista. Pero es una comedia que no provoca la carcajada, sino la compasión ante la víctima, como en la primera secuencia, o la angustia ante la histeria de Blanche cuando se quedan sin frenos en el coche y a punto están de estrellarse.

Hay estudiosos que atribuyen esta circunstancia a que se desarrollan a partir de la no menos compleja personalidad del director. Tal vez no merezca la pena insistir en su paso por un colegio de jesuitas en un entorno protestante y la educación tan estricta que le dieron sus padres. Tan es así que hasta le provocaron miedos patológicos, por ejemplo, a la policía o una considerable desconfianza hacia la bondad del ser humano y hacia los coches, por eso no conducía.

En La trama, el director pone toda su pericia narrativa al servicio de la historia que cuenta y con la que se propone atrapar a los espectadores con reflexiones sobre temas vitales y no si Blanche es médium o si hay cadáver en la segunda sepultura.

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Hitchcock construye las historias que luego lleva a la pantalla a partir de lo que ve y lee sobre la actualidad. Asistía a las vistas de juicios por robos y asesinatos, aunque también seguía la sección de sucesos de los periódicos. No obstante, el guionista de La trama, Ernest Lehman, toma como referencia la novela de V. Canning titulada The Rainbird Pattern. Guionista y director se sirven de todos estos elementos para volver sobre los conflictos y las disquisiciones morales de las peripecias que atraviesan los personajes. Peripecias que saltan al confrontarse con una concepción tradicional de la familia y de la religión, lo que tensó mucho la relación entre guionista y director durante la fase de escritura. La disputa, entre otras, giraba en torno a si se le daba al film una visualidad de tono triste, como la novela, o de comedia jocosa como pretendía el director y que finalmente impuso.

En la película que nos ocupa se superponen varios planos argumentales, de naturaleza distinta, para crear una tensión narrativa ante la que es difícil sustraerse. Por una parte, están los componentes materiales que dispone externamente en función de lo que pretende contar. Nos referimos a elementos tales como la escenografía, las escalinatas, la chica rubia —aunque en esta ocasión sea como disfraz—, vestuario, música, objeto y lugar del delito, etc., que ponen lo suyo en la construcción del relato.

Esta consideración general se convierte en algo trascendental en las películas de Alfred Hitchcock. Sus biógrafos comparten la opinión de estar ante un creador tan artesano, tan meticuloso, que nunca dejaba nada a la improvisación o la ocurrencia del momento. Hasta el mínimo detalle se coloca en el lugar adecuado (como los colores de las lápidas o el contraluz con la silueta de Hitchcock), para producir el efecto de sentido que el director se proponía transmitir.

Los citados componentes del atrezo, los pone al servicio de las experiencias vitales que describe y aborda en distintos tonos (comedia, cine negro, terror, drama, etc.), en sus películas y también en La trama. En este segundo plano se encuentran categorías como el robo, el amor, los celos, el deseo, el asesinato, el pecado, la incompetencia de la policía, el engaño, las sospechas que suscita la vecina o un familiar o, como en esta película, la culpa, el engaño y la muerte.

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Es la sustancia gris con la que Hitchcock tensa las cuerdas argumentales del relato para enganchar al espectador, al tiempo que expone sus puntos de vista sobre los mismos (el ridículo de la policía suplantada por un taxista que hace de detective es su tiempo libre o la histeria de la adivina, incorpora tono de comedia para relajar la tensión). Y para que los espectadores se impliquen en la recreación del relato se han de enfrentar a unas escalinatas inmensas para llegar hasta el altar donde está el obispo que van a secuestrar, o a las oscuras y retorcidas escaleras que dan acceso al zulo en el que ocultan a las víctimas de las extorsiones del joyero y su compinche (papeles interpretados por William Devane y Karen Black).

El espectador se siente concernido en el desarrollo de la trama porque casi siempre tiene más elementos de juicio que los propios personajes. Sobre todo, porque ninguno de estos es lo que parece. De ahí las sorpresas que proporciona su evolución a lo largo del relato. Estamos viendo cómo el «honorable» joyero Arthur gestiona su negocio, pero comerciando con joyas que él mismo roba, lo cual no es impedimento para que su tía abuela lo busque para legarle una herencia millonaria. Pero George, el taxista y detective, a petición de su novia, busca por encargo de la rica abuela a Edward quien, para escapar de la justicia se había declarado difunto.

De todo este lío, los espectadores somos medianamente conscientes, pero quien conoce y encubre las andanzas de Arthur es el dueño de la gasolinera, Joseph (interpretado por Ed Lauter). Cuando descubre que un tipo está poniendo en peligro los privilegios del impostor, sale en su persecución y se despeña con el coche, muriendo en el intento.

No deja de sorprender el aparatoso final de este personaje, cargado de culpa por encubrir a un rico delincuente como Arthur y haberlo «enterrado» vivo. Si bien es el personaje de la abuela quien mejor encarna la «transferencia de culpa». Se ve en la coyuntura de tener que recurrir a una pitonisa para encontrar al hijo de su hermana porque no había sido concebido conforme al credo católico.

Parecida tensión moral experimenta Fran (Karen Black) cada vez que tiene que participar en un secuestro o el robo de alguna joya (delinque con peluca rubia y vive la culpa como morena). Se siente culpable y cada vez se resiste más a obedecer a Arthur, aunque lo hace porque espera la otra recompensa.

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Por esta vez

Llegados a este punto es necesario reconocer que La trama (Family Plot, 1976), satisface con creces las expectativas del espectador, haciéndole pasar un rato con tensión y emociones varias. Además de sugerirle nuevos retos en cada encuentro, ya sea ante la pantalla grande o en la pequeña del salón de casa.

En esta ocasión he reparado en una escena basada en el diálogo y que me intriga por lo jocoso e irreverente. El joyero y su cómplice no son gente malvada, por eso cuando van a liberar al obispo —que tienen secuestrado en el sótano de su casa—, le avisan que se ponga de espaldas a la puerta. Pero el obispo le pregunta si se puede llevar el libro que le han prestado porque todavía no lo ha terminado, a lo que Arthur le contesta que con tantas huellas dactilares —digitales se dice en el doblaje— lo tiene que dejar en el zulo. A todo esto, ¿sobre qué versaría el libro que le dejaron para entretenerse?

Hay dos momentos más que en esta ocasión me resultaron especialmente llamativos. Uno es el plano picado y muy abierto del cementerio, en el que vemos avanzar por senderos opuestos y esquinados a la viuda del difunto Joseph y al taxista/detective George. Al final, se encuentran en el extremo de la pantalla y mantienen un breve, pero tenso diálogo.

El otro plano es cuando la pitonisa Blanche, sentada en la escalera de la casa del joyero y mirando a cámara hace un guiño, mientras su novio corre al teléfono para reclamarle a la anciana Julia la sustanciosa recompensa. En todas sus películas el primero y el último plano están muy cuidados, pero en ninguno la actriz o el actor interpela directamente al público. Por la complicidad del gesto y por lo infrecuente del plano en la filmografía del director, ¿qué nos habrá querido decir Alfred Hitchcock con el guiño de Blanche?

Escribe Ángel San Martín   

  

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