Centenario de Fernando Fernán Gómez

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Un gigante de la cultura hispánica

fernando-fernan-gomez-centenario-0«Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante».

(Manuel Rivas, La lengua de las mariposas)

La primera que lo vi en el cine, Fernando Fernán Gómez era don Gregorio, el veterano maestro bonachón, pacífico y anarquista que enseñaba a los niños en una pequeña escuela de un pueblecito gallego. La película se llamaba La lengua de las mariposas, estaba dirigida por José Luis Cuerda, y se estrenó creo que en el otoño de 1999.

Yo era un adolescente de 16 añitos que iba al cine casi todas las semanas en compañía de mi hermano Jorge, siete años mayor que yo, y que, en cierta medida, era para mí como don Gregorio para Moncho, el niño protagonista de la película de Cuerda. Ambos, don Gregorio y Jorge, tenían un sinfín de conocimientos de literatura, de historia, de naturaleza, de geografía, de arte.  Y enseñaban con dulzura, poniendo en cada palabra toda la bondad de su corazón.

A finales de los 90, todavía existía el antiguo cine de Coslada (Madrid), junto al ayuntamiento, y fue en ese espacio cinematográfico donde descubrí a este actor alto, algo desgarbado, envejecido, con bigote amarillento, que reconciliaba rápidamente a los alumnos si estos discutían, y que, cuando los muchachos pegaban la hebra en clase, decía: «Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo». Y en los días soleados, el maestro salía con los jóvenes al campo y les hablaba de las mariposas, de los árboles, de los ríos, de innumerables prodigios naturales. Sus enseñanzas, al aire libre, eran aún más lumínicas, más humanas, más profundas.

Durante varios años, Fernán Gómez fue para mí únicamente don Gregorio, aquel tierno maestro ácrata del filme de Cuerda. Más tarde, según iba creciendo y leyendo más, y acudiendo más al cine y al teatro, y escuchando más la radio, conocí la envergadura de este artista polifacético, que había iluminado con su talento y esfuerzo múltiples ámbitos de la cultura española desde los años 40: teatro, cine, narrativa, prensa.

Actor, director de cine, dramaturgo, director de teatro, novelista, periodista. Un gigante multidisciplinar. Como Pasolini, en Italia. O Torga, en Portugal. El propio Fernán Gómez aseguró varias veces que se sentía más a gusto en los papeles cinematográficos que en los teatrales, ya que le angustiaba el contacto directo con el público en los montajes escénicos. De hecho, como espectador, acudía a pocos estrenos de obras dramáticas. En el cine, se sentía más libre, sin tanta presión.

No obstante, quizá su gran creación, la pieza cumbre de toda su trayectoria, sea una obra teatral: Las bicicletas son para el verano, que escribió en 1977 y que ganó el Premio Lope de Vega de Teatro. Su estreno, en el Español, el 23 de abril de 1982, fue todo un éxito, con la dirección de José Carlos Plaza y un reparto de lujo encabezado por Agustín González. A Fernán Gómez le maravilló el montaje de su drama, pero le disgustó la adaptación cinematográfica que dos años más tarde dirigió Jaime Chávarri, y eso que contaba también con González en el papel protagónico.

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En el cine, Fernán Gómez hizo de todo y casi todo bien o muy bien. Sus primeras interpretaciones le llegaron a mediados de los 40, pero fue a comienzos de los 50 cuando empezó a destacar en la gran pantalla. De esta forma, largometrajes como El último caballo (1950), de Neville, o Esa pareja feliz (1951), de Bardem y Berlanga, contribuyeron a potenciar toda su magia interpretativa. Ya por entonces, Fernán Gómez gozaba de un carisma, de una capacidad de fascinación que solo poseen los más grandes. Y ya fuese recorriendo a caballo las calles de un Madrid en blanco y negro, o subido a una noria, en una secuencia romántica con Elvira Quintillá, Fernán Gómez nos atrapaba con su palabra, sus gestos, sus movimientos. La cámara conectaba con Fernán Gómez o Fernán Gómez conectaba con la cámara. Lo que está claro es que Fernán Gómez conectaba con los espectadores. Podía ser cómico o moral, espontáneo o reflexivo, melancólico o dicharachero: manejaba todos los registros.

A Fernán Gómez le gustaban las tertulias, y durante muchísimos años participó en la tertulia del Café Gijón. Fascinado por las mujeres, el whisky, noctámbulo, disfrutó de las noches madrileñas. Su gran amigo fue uno de los secundarios más entrañables del cine español: Manuel Alexandre.

En las postrimerías de los 50 y en la primera mitad de los 60, Fernán Gómez dirigió varios filmes importantísimos que empezaron a abrir nuevas sendas en nuestro cine: La vida alrededor (1959), El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964). Con El mundo sigue tuvo graves problemas con la censura de la dictadura franquista, y solo pudo estrenarse, prácticamente de forma clandestina, en el cine Buenos Aires de Bilbao, en 1965.

Pasados 50 años, múltiples espectadores de toda España pudimos conocer esta prodigiosa película restaurada, con un potente realismo, que reflejaba las miserias de un país mísero en plena década de los 60, arrinconado en Europa por la ausencia de libertades. Tuve la suerte de verla en 2015, en los cines Verdi de Bravo Murillo, y sentí que El mundo sigue estaba a la altura de los grandes largometrajes del neorrealismo italiano firmados por Visconti, Rosselini y De Sica, y de las primeras películas de un coetáneo de Fernán Gómez: Pier Paolo Pasolini.

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Considero que los 70 es la década dorada de Fernán Gómez en cuanto a su carrera actoral. Protagoniza algunas películas espléndidas, audaces, de directores que pusieron al cine español en el panorama internacional: Víctor Erice, Carlos Saura, Jaime de Armiñán, Juan Estelrich, Ricardo Franco. Se trata de un cine intrépido, valiente, poético, acorde con las transformaciones que vivía España: el paso de una dictadura a una democracia.

Los aires de libertad se reflejaban en los filmes, de una belleza inmensa. Ana y los lobos (1972), El espíritu de la colmena (1973), El amor del capitán Brando (1974), El anacoreta (1976) —con esta película de Estelrich, Fernán Gómez ganó el Oso de Plata del Festival cine de Berlín a la mejor interpretación masculina, volviendo a repetir galardón a mediados de los 80 con Stico, de Armiñán; Fernán Gómez es el único actor español que ha logrado este premio— o Los restos del naufragio (1978) cuentan con un Fernán Gómez en estado de gracia, en el epicentro de su madurez interpretativa. Estamos ante un actor de altos vuelos como José Luis López Vázquez, Lola Gaos, Amparo Soler Leal o José Sacristán.

En esos años 70, Fernán Gómez conoce a Emma Cohen, la compañera con la comparte su vida hasta 2007, año del fallecimiento del cineasta y dramaturgo. Así recuerda el flechazo romántico en El tiempo amarillo, su magistral libro de memorias: «Era joven, hermosa, alegre, pensativa. Le gustaba leer, quería trabajar en el cine, en el teatro, dirigir películas, escribir, cambiar el mundo. Quería ser libre, ser ella, y estaba sola y no quería estar sola […] llenó la casa de risas, de bromas, de juegos, de amigos».

En los 80, Fernán Gómez se adentra en numerosos proyectos fílmicos y participa en varias películas con directores que siempre le tuvieron en una estima altísima, como Jaime de Armiñán o Manuel Gutiérrez Aragón. A su vez, vuelve a colaborar con Berlanga más de treinta y cinco años después en Moros y cristianos (1987). El joven ingenuo de Esa pareja feliz (1951) se convierte en el patriarca de una familia de turroneros valencianos.

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Sin embargo, el largometraje clave de este período, y acaso de toda la trayectoria cinematográfica de Fernán Gómez, es El viaje a ninguna parte (1986), un hito del cine español. La obra empezó siendo un serial radiofónico en RNE, luego una novela, para finalmente convertirse en una película de culto. El propio Fernán Gómez la dirigió y protagonizó, acompañándose de intérpretes insignes como José Sacristán, María Luisa Ponte o Juan Diego. La vida de esos cómicos que luchan por sobrevivir en la España paupérrima de mediados de siglo conmovió por esa simbiosis de melancolía, humor e idealismo. A menudo, cuando vuelvo a ver el filme, las imágenes de ese grupo teatral itinerante, sin rumbo fijo, perdido en los polvorientos caminos castellanos, me recuerdan a los burgueses a la deriva en la campiña francesa de El discreto encanto de la burguesía (1973), de Luis Buñuel. El viaje a ninguna parte triunfó en la primera edición de los Goya, obteniendo la estatuilla goyesca a mejor película, director y guion.

Este gigante de la cultura hispánica tuvo un pensamiento anarquista a lo largo de casi toda su vida, desde que recibiese clases en la escuela de arte dramático de la CNT en 1937, en plena guerra civil. Fernán Gómez aseguró en repetidas ocasiones la trascendencia de la actriz Carmen Seco en su paso a actor profesional. Ya en la transición democrática, participó con Emma Cohen en las jornadas libertarias que la CNT celebró en Montjuïc en 1977.

Y precisamente el ideario ácrata nutrió al artista que encarnó en otro largometraje destacadísimo, nuclear en el cine español de los 90: Belle Époque (1992), de Fernando Trueba. La literatura española constituyó otro enorme centro de interés para Fernán Gómez. El Lazarillo y el Quijote le cautivaron siempre, escribiendo bastantes textos dramáticos a partir de estas magnas creaciones. De influencia cervantina son los dos grandes personajes galdosianos que interpretó: José Ido del Sagrario, en la portentosa serie televisiva Fortunata y Jacinta (1980), de Mario Camus; y el octogenario protagonista de El abuelo (1998), de José Luis Garci. Y retornó a la picaresca en el último largometraje que dirigió —en colaboración con García Sánchez—: Lázaro de Tormes (2001).

Sin Fernán Gómez no se puede entender el cine y el teatro hispánicos de la segunda mitad del siglo XX. Una figura inmensa. ¿Con cuál de sus papeles nos quedamos? Con un caballo por las calles de Madrid; trabajando con las abejas; parado en la noria; anacoreta; director de una humilde compañía teatral; hombre de negocios; un exiliado que regresa a su pueblo castellano; un topo escondido durante décadas; un abuelo que conversa con sus nietas… Tantas y tantas interpretaciones únicas, inolvidables. Tantas películas geniales.

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Este sábado, 28 de agosto de 2021, Fernán Gómez hubiera cumplido cien años. Conocer su trabajo cinematográfico es conocer algunas de las más páginas más brillantes de nuestro cine. Pero, aunque le haya visto en multitud de papeles, algunos magistrales, en filmes variopintos, mi corazón siempre recordará la primera vez que lo vi en la gran pantalla con mi hermano Jorge, en el antiguo de cine de Coslada a finales de los 90. Para mí, Fernán Gómez siempre será don Gregorio, el maestro que compartía con los alumnos la poesía de Antonio Machado; el docente sabio que decía, rodeado de árboles y mariposas, que el infierno y el cielo son los propios seres humanos.

«El alba sigue siendo hermosa. Antes lo era, en las calles de Madrid, al retirarme, cuando salían las churreras y los borriquillos de los traperos tiraban de los carros y algún caballejo perdido vagaba por la avenida. Ahora lo es cuando los pájaros me despiertan y la luz lechosa empieza a filtrarse por las rendijas de las persianas».

(Fernando Fernán Gómez)

Escribe Javier Herreros Martínez

Bibliografía

Fernán Gómez, Fernando: El tiempo amarillo. Memorias, vol. 1, 1921-1943, Madrid, Debate, 1990.

Fernán Gómez, Fernando: El tiempo amarillo. Memorias, vol. 2, 1943-1987, Madrid, Debate, 1990.

Fernán Gómez, Fernando: La Puerta del Sol, Madrid, Espasa, 1998.

Fernán Gómez, Fernando: El viaje a ninguna parte, Madrid, Bibliotex, 2001.

Fernán Gómez, Fernando: Las bicicletas son para el verano, ed. Francisco Gutiérrez Carbajo, Madrid, Cátedra, 2010 (1ª edición de 1982).

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