La cárcel, el psiquiátrico, el aislamiento…

Desde sus orígenes en la antigua Grecia, la prisión ha ocupado un lugar relevante en la filosofía occidental. Platón alegorizó con el mito de la Caverna su teoría epistemológica, equiparando a aquellos prisioneros encadenados con la ignorancia, de la cual el hombre ha de liberarse a través del conocimiento. La cárcel del cuerpo, de los sentidos, actúa como una rémora para alcanzar el verdadero saber.
Esta reclusión se materializará a través de la edificación de lugares en donde el hombre será encerrado como medida punitiva por la transgresión de las leyes, siendo privado de su bien más preciado: la libertad. Con el paso de los siglos, dicho mecanismo de castigo se perfeccionará a la par que se ampliarán las causas para que el hombre sea encerrado o excluido del tejido social, siéndole arrebatada la libertad en toda la vasta extensión de su significado: de opinión, de creencia, de movimientos, de pensamiento, sexual…, hasta alcanzar la configuración de sistemas de vigilancia y castigo, invisibles y microincardinados en todo sujeto del imaginario posmoderno (Foucault).
La cárcel y el psiquiátrico serán los lugares por antonomasia donde se ejecutará la reclusión, el aislamiento, la separación. Pues de igual modo que la filosofía clásica, también la literatura pergeñó las funestas consecuencias de la reclusión entendida como castigo. Homero en La Ilíada somete a Troya a un asedio que dura más de diez años y que termina con la destrucción de la ciudad. El artero Odiseo, artífice del ardid del funesto caballo, pagará su ingenio con un accidentado regreso al hogar (La Odisea), en cuyo errático periplo de retorno destacan dos episodios de encierro: el encuentro con el cíclope Polifemo y la prolongada estancia en la isla de la ninfa Calipso.
Posteriormente, la literatura ha ampliado la perspectiva del aislamiento: Daniel Defoe y su Robinson Crusoe (1719) o Alejandro Dumas y El conde de Montecristo (1844), sobre todo el encarcelamiento de Edmundo Dantes en la isla-prisión de If, en compañía del abate Faria, así como su espectacular huida, serán recreados y actualizados constantemente.
También el rey Basilio, en La vida es sueño, de Calderón de la Barca, encierra a su hijo Segismundo en una Torre, para evitar el cumplimiento de un hado. Su remedio será su castigo, pues ha sometido su arbitrio al destino funesto (para evitarlo, como Edipo, infructuosamente), renunciando a su bien más preciado: la libertad, el libre albedrío.
La perspectiva religiosa: el eremita y el confinamiento monástico
Frente a la reclusión forzosa, desde una perspectiva cristiana se ha propiciado el alejamiento del mundo como un procedimiento de acercamiento a Dios, como una ascesis que libre al creyente del mundanal ruido y de los racimos tentadores, en una especie de cristianización del tópico del beatus ille horaciano, que tan bien supo asimilar Fray Luis de León. Una vida cartujana y unos monasterios que con la caída del Imperio Romano devinieron en depositarios y custodios del saber, de ese apreciado y poderoso conocimiento.
Desde una mirada vitriólica, sulfurosa, Luis Buñuel acomete una sátira tan irreverente como divertida en Simón del desierto (1965), en donde el estilita homónimo deberá defenderse de la tentadora Lucifera Silvia Pinal, en una de las más acerbas diatribas del director de Calanda contra la religión y el beaterío. Unos años antes, el propio Buñuel había descargado otra carga de profundidad en la secuencia final de Él (1953), cuando el paranoico y patológico protagonista es internado en un psiquiátrico en cuyos jardines deambula con el hábito monacal.
El personaje histórico de la doncella de Orleans y su relación mística con Dios le sirvió a Dreyer para enaltecer su tortura y sacrificio en La pasión de Juana de Arco (1928), inmune ella a la presión durante su tortuoso encierro que culmina con su cremación en la hoguera.
La abadía, el edificio monástico, deviene una especie de prisión medieval en la que la razón y la superstición se enfrentan en plena edad oscura, en la baja Edad Media, en esa especie de thriller de Jean Jacques Anaud sobre la exitosa novela de Umberto Eco El nombre de la rosa (1986), con homenajes explícitos a Conan Doyle y su famoso detective. Tan importantes como los misteriosos asesinatos son los sinuosos recovecos del laberíntico monasterio.

Recientemente, el también sulfúrico Paul Verhoeven se ha descolgado con su Benedetta (2021), siendo ahora el protagonismo femenino un aliciente más para la exhibición impúdica de cuerpos desnudos y secuencias de enardecido lesbianismo, amén de una furibunda arremetida contra la institución eclesiástica y su condición de teatro, representación litúrgica.
Un tratamiento más respetuoso y trascendente al ámbito religioso es la película del francés Xavier Besuvois De dioses y hombres (2010). Partiendo de un episodio histórico acaecido en la guerra civil argelina de los años noventa del siglo pasado, se nos muestra el sacrificio de un grupo de monjes, sabedores del final que les espera, en medio del sangriento conflicto, por mantenerse fieles a sus creencias. Asunto parecido y final sacrificial semejante es el de la película de Terence Malick Vida oculta (2019). Las profundas convicciones cristianas del protagonista lo inducen a declararse objetor de conciencia en pleno efervescencia nacionalsocialista, enfrentándose a todo y a todos en aras de preservar sus más íntimas y profundas creencias, ancladas en una fe inquebrantable que lo conducen, sin querer, al martirologio.
También Carlos Saura se acercó a nuestro místico más famoso en La noche oscura (1989), en la que escenificaba el cautiverio que sufrió Juan de Yepes, San Juan de la Cruz, a manos de sus propios compañeros de la orden del Carmelo, con un entregado Juan Diego en el rol de un atribulado y angustiado protagonista.
Como protomártir religioso habría que entender la defenestración política (pérdida de todo el poder que ostentaba) y el cautiverio y la posterior decapitación de Tomás Moro en Un hombre para la eternidad (1967), de Fred Zinnemann. Su ferviente catolicismo entra en conflicto con los intereses políticos de su monarca Enrique VIII. Su convicción le acarrea la muerte, el martirio.
Desde esta mirada religiosa habría que entender un peplum histórico de Howard Hawks: Tierra de faraones (1955). Situada en el Antiguo Egipto, la película es una apología indisimulada de la avaricia (ese fastuoso tesoro del faraón) y de la lujuria (el cuerpo de una escultural Joan Collins). Ambas pasiones confluirán en un encierro eterno, simbolizado por ese monumental mausoleo que es la pirámide, en cuya colosal cavidad reposarán el cuerpo y los tesoros del monarca egipcio. La construcción de la pirámide marca las vidas de todos los personajes y la trama de la historia. Todos los esfuerzos se supeditan a la construcción funeraria, máximo exponente de la banalidad humana para contrarrestar la indefectible muerte.

El asedio
Una ciudad, una cárcel o un fuerte militar pueden convertirse en mazmorras para sus habitantes cuando sufren un ataque externo. Con este asedio se persigue la rendición o, en su defecto, la destrucción del enclave-edificio. Troya se erige como el cimiento literario de la literatura occidental, modelo y ejemplo que será imitado, especialmente, por la epopeya cinematográfica.
El western ha deparado algunos de los ejemplos más logrados de renovados asedios. El episodio histórico de la guerra mexicano-estadounidense sirvió para elevar al altar de mito fundacional la resistencia numantina de El Álamo (1960), de John Wayne y John Ford. La lucha por la independencia y la libertad del estado de la Estrella Solitaria frente al imperialismo medievalizante mexicano, en una inversión de la verdad histórica para sostener un discurso ideológico de sacrificio nacionalista, en aras del surgimiento de una nación.
Howard Hawks utilizó el asedio a una prisión para incidir en su canto a la amistad y a la camaradería masculina, además de un homenaje al valor y al individuo frente al asedio de la masa. En 1959 filmó Río Bravo; en 1966, refilmó la misma historia en El Dorado. John Wayne protagonizó ambas, en compañía de unos borrachines Dean Martin y Robert Mitchum. El encierro forzado en la cárcel y su empeño personal por hacer cumplir la ley a toda costa, son una muestra del coraje y de la insobornable honradez de unos hombres-héroes de una pieza, tallados en el granito de los dioses, pero a quienes una mala mujer puede arrastrarlos al alcohol y a su degradación. La amistad viril los salvará del infierno personal; la solidaridad, de un cerco claustrofóbico.
John Huston tampoco fue inmune a la resistencia numantina de una familia ante un asedio sobrevenido, ante un ataque en el que se evidencia un pecado cometido en el pasado y cuyas consecuencias hay que arrostrar hasta la muerte, con tal de preservar la unidad familiar, verdadero eje sobre el que se sustenta la existencia en un territorio hostil. Burt Lancaster y Audrey Hepburn desfilan por el delgado filo del incesto en un western bíblico, en el que un furibundo Yavhé veterotestamentario persigue la venganza de manera implacable: Los que no perdonan (1960). En cierto modo, Huston pone en imágenes el reverso del rapto de la mítica Centauros del desierto (1956), de John Ford.
En el siglo XX, el asedio ideológico, la lucha contenida de la Guerra Fría se han materializado en la ciudad de Berlín. Si ya en 1961 Billy Wilder intuía la edificación del ominoso muro y orquestaba una desopilante sátira política, ergo humana, en la que no dejaba títere con cabeza: se burlaba de las cursis sureñas modelo Lo que el viento se llevó; del nuevo capitalismo globalizador norteamericano; de los comisarios políticos soviéticos y estalinistas; de los jóvenes fanáticos cachorros comunistas; de los nuevos alemanes desnazificados… Berlín y la puerta de Branderburgo se alzaban con el protagonismo.
Posteriormente, el muro es un elemento central que marca la frontera entre la libertad occidental y la tiranía oriental en filmes como Funeral en Berlín (1966), de Guy Hamilton, quien supera aquí a sus películas de la saga James Bond en esta inteligente, brillante e irónica película de espías en la que Michael Caine encarna al personaje de Harry Palmer, un antihéroe en las antípodas de 007.
En 2006, el director alemán Florian Henckel rodó La vida de los otros, ofreciendo la lúgubre estampa de la vida cotidiana en la antigua RDA. Incluso el propio Steven Spielberg ha contribuido al tema con El puente de los espías (2015), convirtiendo al anodino Tom Hanks en el arquetipo del americano medio que, por circunstancias sobrevenidas, por servir a su país y la causa de la libertad, desempeñará una función de héroe-espía, comprometiendo su propia integridad física, que no moral.

El reclutamiento como redención
En el western y en el cine bélico, el encarcelamiento inicial de los protagonistas, debido a su condición de rufianes e incluso peligrosos asesinos, no es óbice para su posterior redención, siempre que está beneficie a los intereses de la patria (a la que pueden volver a prestar un gran servicio) o que sean reclutados como mercenarios para una misión muy peligrosa, arriesgada o suicida.
En este apartado destacaría Doce del patíbulo (1967), de Robert Aldrich. Los doce evangélicos prisioneros se pondrán bajo el mando de Lee Marvin para afrontar una misión casi suicida que les puede reportar el perdón. El reclutamiento y entrenamiento de esos doce bribones es lo mejor de la película. Ese entrenamiento militar, su dureza, les devolverá una dignidad que habían abandonado por el camino.
En el western, Sam Peckinpah convierte al degradado carcelero Mayor Dundee (1965), encarnado por el granítico Charlton Heston, en un reclutador de soldados sudistas para redimirse de su ostracismo personal, colmar sus ambiciones de recuperar la gloria pasada y, en última instancia, unir a los dos bandos enfrentados en la guerra de Secesión contra un enemigo común externo: los indios y los franceses que han invadido México, siendo el mcguffin rescatar a unos niños raptados por los indios.
Un reclutamiento semejante pero ahora a nivel particular, privado, es el que lleva a cabo William Holden en Los vengadores (1972), de Daniel Mann. Su leva de asesinos persigue conformar un grupo que le sirva para vengar la muerte de su familia. Las penalidades que deberán arrostrar estos asesinos y convictos son de tal calibre que les servirán como redención, normalmente a través del sacrifico personal, de la muerte.
Lee Marvin vuelve a configurar un grupo de mercenarios más humano y forjado sobre la amistad en Los profesionales (1966), de Richard Brooks. En un giro del guion, la realidad última destapa la verdad que se esconde tras las apariencias de un rapto, en un canto a la libertad, al libertinaje, a la dignidad, a la amistad y al amor.
El linchamiento
La cárcel es el edifico en el que se encierran a quienes esperan un juicio o ya han sido juzgados. Es decir, el asalto violento a tal edificio representa el quebrantamiento extremo de la ley, la anarquía, el permitir que la gente se tome la justicia por su mano. De ahí el vigor narrativo, el brío dramático que pueden alcanzar las secuencias de dicha ruptura institucional: el reino del desorden, el caos absoluto, la ley de la selva. Valga como muestra el famoso episodio de Matar a un ruiseñor (1962), de Robert Mulligan, en el que el inconmensurable Gregory Peck-Atticus Finch, desde la mirada de su hija Scout, se enfrenta a la turba que se dispone a linchar al acusado negro y, con su oratoria, con sus dramáticas palabras y argumentos, consigue que depongan su actitud.
No fue casualidad que el primer filme que Fritz Lang rodó en EEUU, después de su partida-huida de la Alemania nazi, fuese Furia (1936). La quema de la cárcel persigue convertirla en una pira funeraria, en un auto de fe contra Spancer Tracy. La turba desatada. La alegoría del fascismo.

Las prisiones tecnológicas. El cine de catástrofes y la ficción científica.
Los artefactos construidos a partir de las habilidades técnicas y del ingenio humano se pueden convertir en jaulas doradas que atesoran las más modernas y avanzadas innovaciones tecnológicas, las cuales por un azar o un problema inesperado se convierten en lúgubres mazmorras, en ataúdes tecnológicos.
El submarino Nautilus del capitán Nemo, en Veinte mil leguas de viaje submarino (1954), de Richard Fleischer, deviene en una prisión lujosa para los náufragos a los que auxilia, después de haber hundido su barco. Un cínico y nietzschano capitán Nemo (James Mason) aúna en su persona lo mejor y lo peor de la condición humana. Hay que escapar de dicha prisión.
También el mar es el espacio para la catástrofe en La aventura del Poseidón (1972), de Ronald Neame. El lujoso trasatlántico se convierte en una trampa mortal para los supervivientes de un maremoto. El sacrifico, la superación de los miedos personales, el esfuerzo agotador. serán las herramientas que propiciarán su salvación. Su guía, el reverendo interpretado por Gene Hackman, no podrá pisar la tierra prometida, cual nuevo Moisés, y morirá cuando haya puesto a salvo a su pueblo.
Una jaula de oro es la maravillosa ciudad-cúpula-templo de La fuga de Logan (1976), de Michael Anderson. Tras esa especie de Edén, hay un terrible secreto. La belleza, el placer, la felicidad son un decorado que oculta la mayor de las tragedias: una muerte programada (y oculta) a todo aquel que cumpla los treinta años.
Este apartado de jaulas doradas remite al episodio de Odiseo y de la ninfa Calipso. Odiseo sentirá nostalgia de la patria, del hogar familiar y abandonará el paraíso, dejará de ser un Dios, para recuperar su condición de simple mortal. Horizontes perdidos (1937), de Frank Capra, parte de presupuestos análogos, ahora en medio de las montañas del Tíbet, en la mítica Shangri-La. Allí nadie envejece y todo el mundo es feliz.
El relato Ella, de H. Rider Haggard, con su protagonista Ayesha, se inscribe en este filón argumental, con diversas adaptaciones cinematográficas, siendo la de 1965 con Ursula Andress como protagonista la más erotizada.
La factoría Pixar cometió una de sus mejores hazañas dramáticas con Wall-e (2008), de Andrew Stanton. Replicando el cine mudo en su primera parte terrícola, el conflicto se traslada a una especie de crucero interestelar; a una nave remedo de un trasatlántico de lujo en el que la humanidad se ha refugiado provisionalmente, mientras se solventa la contaminación terrestre, y en donde ya lleva guarecida más de siete siglos. La Axiom se ha convertido en un hotel de lujo, una jaula dorada, que ha convertido a los humanos en obesos mórbidos y adictos a la tecnología, a saber, una acertada y fiel estampa de la realidad más acuciante y contemporánea.

La nave Nostromo se convertirá en una terrible prisión para la tripulación, después de recoger a un nuevo pasajero. Alien, el octavo pasajero (1979), le sirvió a Ridley Scott para entrar en el Olimpo de los creadores de Ciencia Ficción. La teniente Ripley será una heroína protofeminista. Será en la tercera entrega de la saga, Alien 3 (1992), cuando David Fincher exprima la veta más tétrica y sórdida, claustrofóbica, al rizar el rizo encerrando a la protagonista en una prisión planetaria, única mujer entre un grupo de asesinos y violadores, amén del invitado especial, el Alien.
En Passengers (2016), de Morten Tyldum, Jennifer Lawrence y Chris Pratt, son los únicos pasajeros despiertos en una nave cuya misión consumirá el tiempo de su existencia. Cual Adán y Eva galácticos, deberán convertir la nave en su paraíso particular, además de velar por el final feliz de la misión y la vida de los hibernados pasajeros.
Pero será nuevamente Charlton Heston quien se arrogue el papel de salvador de la humanidad (mejor, sepulturero inconsciente) en El planeta de los simios (1968), de Franklin Schaffner. El cínico astronauta Taylor, a quien interpreta, se verá reducido a un simple animal y, como tal, encerrado en una jaula, convertido en una cobaya humana para los científicos simios que pretenden experimental con él, en una distopía que apuesta por una inversión del progreso humano, por una reversión provocada por la propia incuria de la humanidad.
Las secuencias en que es cubierto con andrajos, rociado con una manguera a presión, apaleado, tratado como un asqueroso animal (no racional), todo ello aderezado con su mudez, su pérdida del habla a causa de una herida, resultan desasosegantes para el espectador, que no consigue liberarse de dicha opresión hasta que Taylor recupera la voz y proclama su catártico grito-protesta: «Quita tus sucias manso de mí, mono asqueroso».
En Abyss (1989), James Cameron convierte una plataforma submarina de extracción petrolífera en un angustioso ataúd que corre el riesgo de convertirse en sepultura para sus protagonistas cuando se ven arrastrados a ese abismo del título, del que sólo lograrán escapar gracias a la ayuda extraterrestre. Entre medias, un matrimonio roto se recompone y consigue avivar las pavesas del amor, con la ayuda foránea, remedo de la epifanía y el milagro cristianos.

La isla y Robinson Crusoe
La novela de Daniel Defoe ha sido replicada literal y literariamente en múltiples versiones cinematográficas. Un naufragio propicia el tema del aislamiento absoluto, de la supervivencia en un entorno hostil, salvaje o primitivo. Robinson es un Adán civilizador, en su afán por mantener la razón y el progreso en sí mismo y proyectarlo en su nuevo hábitat.
Náufrago (2000), de Robert Zemeckis, con un robinsoniano Tom Hanks de protagonista, ilustra una moderna adaptación de la soledad y el aislamiento como males contemporáneos de nuestras hipertecnologizadas sociedades. En el nuevo territorio solo el ingenio y la habilidad servirán como mecanismos de supervivencia.
En la misma estela, pero ahora con la dirección del propio Steven Spielberg, sin intermediarios, el mismo Tom Hanks se convierte en otro náufrago de la burocracia moderna, de las kafkianas sociedades administrativas en las que la identidad política prevalece sobre cualquier otra circunstancia. La Terminal (2004) obliga a deambular a Hanks por un No-Lugar, las instalaciones de un aeropuerto epítome de la anonimia, una tierra de nadie por la que vagabundea rodeado de multitudes que acrecientan su infinita soledad humana. Toda una metáfora de nuestra sociedad.
Incluso Ridley Scott convirtió a Matt Damon en un moderno Robinson galáctico en El marciano (2015), cuando este astronauta es abandonado por sus compañeros en el planeta rojo y deberá agudizar su ingenio para lograr cultivar, culturizar el inhóspito territorio que tendrá que colonizar a la fuerza.
La novela de H. G. Wells La isla del doctor Moreau ha propiciado una hibridación entre el cliché del científico loco y megalómano (aspirante a la divinización terrenal a través de los experimentos científicos, nuevos remedos del doctor Víctor Frankenstein) y la conversión de una isla apartada y solitaria en una cárcel o zoológico humano.
Tal vez sea El malvado Zaroff (1932) la versión más libre y mejor conseguida, mientras que los títulos homónimos de las películas dirigidas en 1977 por Don Taylor y en 1996 por John Frankenheimer solo aportan la presencia como villanos de unos maduros Burt Lancaster y Marlon Brando, respectivamente.
En 2005, Michael Bay con La isla quiso actualizar el tema, introduciendo la fabricación de seres humanos como portadores de órganos con los que traficar, aunando el mito clásico con el esotérico robo de órganos vitales, en un producto insustancial que utilizaba a Scarlett Johansson y Ewan McGregor como reclamos.

El centro psiquiátrico: la locura y el manicomio como sucedáneos de la cárcel
El cine se ha interesado por la reclusión con coartada médica a través de aquellas historias que transcurrían en los antiguos manicomios o en los modernos psiquiátricos. Peter Brook hizo una versión de Marat-Sade, en 1967, moderna y transgresora, que se hacía eco de las teorías de Michel Foucault y de las nuevas corrientes antipsiquiátricas. La locura era uno de los estigmas utilizados por la sociedad para apartar y deshacerse de personas molestas, inadaptadas o, simplemente, libres, reacias a someterse al dictado social castrador.
Su discurso modernizador, su cuestionamiento de los apriorismos políticos, sociales y sexuales alcanzarían el paroxismo y lo sublime en el Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma, testamento cinematográfico del realizador italiano cuya radicalidad, visceralidad y fuerza rompedora todavía impactan, en una mezcla de nihilismo y violencia desaforados e incausados; en una truculencia y extrema representación de los límites de la condición humana y de sus más oscuras pasiones.
Los hermanos Taviani filmaron en 2012 César debe morir, un alegato a favor de la libertad y de la dignidad de los presos que, partiendo de la película citada de Peter Brook y del clásico shakespeariano, da un paso más en la búsqueda de la verdad y en el anhelo de transformación social, al situar el rodaje en la representación real de Julio César por unos convictos en una cárcel romana, en la más palpitante actualidad. Los valores de la revolución permanecen inalterables e inmarcesibles para los hermanos italianos
La Lilith (1964), de Robert Rossen, con tan bíblico nombre, también se hace eco de ese clima antipsiquiátrico, de ese cuestionamiento de los tenues límites entre la cordura y la pretendida razón. Rossen elige como protagonista al actor Warren Beatty para realizar una contralectura de la secuencia del internamiento que sufre Natalie Wood en Esplendor en la hierba (1961), de Elia Kazan. Si aquí Wood era internada al ser abandonada por un pusilánime y cobarde Beatty, incapaz de enfrentarse a los designios de su tiránico padre, ahora será el propio Beatty quien caiga rendido ante la belleza y el espíritu libérrimo de Jean Seberg, una esquizofrénica internada en el hospital donde trabaja Beatty, cuya personalidad no impone límite alguno a la pasión amorosa, provocando el naufragio emocional, la ruptura psíquica del cuerdo Beatty.
Corredor sin retorno (1963), de Samuel Fuller, sigue ostentando el título de clásico precursor, con toda su fuerza de denuncia y su garra dramática y narrativa. La ambición del periodista, dispuesto en aras del éxito profesional a infiltrarse en un manicomio para conocer de primera mano y en persona aquello que pretende denunciar y con lo que pretende obtener el Pulitzer, le costará un precio muy caro, carísimo.
Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), de Milos Forman, permitió a su protagonista Jack Nicholson dar rienda suelta a todo su histrionismo, marca de la casa, en un enfrentamiento a vida o locura, a libertad o lobotomía con una fría, calculadora y maligna enfermera, verdadera tirana y explotadora del psiquiátrico con unos modales y formas de guantes de seda y una mano de hierro.
Desafortunadamente, Shutter Island (2010), de Martin Scorsese, no alcanza el vuelo de la anterior, con Leonardo Di Caprio empeñado, cual Edipo moderno en su rol de detective, en descubrir una verdad que lo debe liberar o destruir, en mitad de una isla que oficia de psiquiátrico y bajo la férula de un director-doctor encarnado por Ben Kingsley, en una trama con demasiados recovecos y traca final.
El histrionismo de Nicholson volverá a ser explotado por Stanley Kubrick en El resplandor (1980). El aislamiento invernal del hotel Overlook deviene una madriguera en la que Jack Torrance perderá paulatinamente el juicio en paralelo a su incapacidad creadora como escritor. El espacio se convierte en un laberinto físico, reflejo directo del laberinto mental inextricable, del desorden psíquico del protagonista que, hacha en mano, recorrerá las instalaciones pobladas de ancestrales fantasmas en busca de víctimas propiciatorias: su mujer y su hijo. El paisaje bucólico: la impoluta nieve, tan blanca como la página en blanco que obsesiona a Torrance, se transforma en un infierno subjetivo, en el que la inmensa paz de la muda soledad deviene locura.
Ya Kubrick había transitado la geografía de lo psicótico en La naranja mecánica (1971), cuando el drugo Alex sea internado primero, en una cárcel en que subvierte con su agudeza e inteligencia las normas; segundo, en un establecimiento psiquiátrico ultramoderno en donde se le aplicará el método Ludovico, en homenaje a su amado Beethoven. Una sátira sulfúrica del director contra los nuevos métodos y tratamientos que, simplemente, disfrazan y estilizan los mecanismos de sujeción y sometimiento, en una fábula antipolítica y antipsiquiátrica.
La locura femenina dispone de su parcela de reconocimiento: Nido de víboras (1948), de Anatole Litvak, pone el foco sobre una Olivia de Havilland que será testigo de las condiciones infernales del lugar en donde debe ser atendida y sanada de sus problemas psíquicos.

La cárcel
En Occidente, la pérdida de la libertad ha sido el mecanismo por excelencia que se ha aplicado cuando la ley ha sido infringida. La libertad en todo su amplio sentido; carencia de desplazamientos, de movimientos, de contacto físico; limitación y restricción de los derechos cívicos; por consiguiente, la reclusión forzada, el encarcelamiento, la soledad impuesta y controlada y vigilada.
Arquitectónicamente, la cárcel representa el espacio construido ad hoc para encerrar a los delincuentes. En cierto modo, la prisión responde al ideario cristiano de designar un ámbito en el que el alma puede purgar, penar, redimir sus pecados y limpiarlos: un purgatorio tras el cual el cielo o el infierno son la meta final. De ahí el carácter punitivo de la prisión, ese establecimiento penitenciario en el que, obviamente, se ejerce la penitencia por el delito-pecado cometido.
Su función represora, el enclaustramiento asociado e impuesto (no voluntario, como en los religiosos), la convierte en el reverso del monacato, en la antítesis de los monasterios y conventos. La cárcel es un edificio diseñado como panóptico en el que en todo momento el recluso pueda ser vigilado y controlado. Es un microcosmos que exacerba las pasiones humanas y en que los mecanismos sociales de control y convivencia se agudizan y extreman (sexo, tráfico comercial). La cárcel es una colmena humana y cada recluso habita su celda. Todo lo cual ha coadyuvado a que el drama carcelario se haya convertido en un subgénero con muy buena salud.
El hombre de Alcatraz (1962), de John Frankenheimer, se sitúa como el epítome carcelario, la isla situada en la bahía de San Francisco que tanto rédito cinematográfico ha producido. Su fama de lugar inexpugnable, su condición de prisión infranqueable la asocian al penal de If, una isla también frente a las costas de Marsella que Dumas inmortalizó en su novela y con Edmundo Dantes como injusto prisionero que, no obstante, recibirá un proceso de formación por parte del abate Faria, gracias al cual logrará escapar de la fortaleza: ocupará su lugar en el saco mortuorio, es decir, tendrá que renunciar a su identidad para lograr escapar.
Un procedimiento semejante utiliza Hannibal Lecter para fugarse en El silencio de los corderos (1991), de Jonathan Demme, cuando se mimetiza con el pellejo de su carcelero y usurpa su agónica identidad. Burt Lancaster fue ese hombre de Alcatraz que, gracias a la ornitología, con un soplo casi franciscano, consigue enderezar su alma y desempeñar la misión redentora que se le supone a la prisión. Una película con un hálito progresista que aboga por denunciar el rigorismo y la inhumanidad inherente al sistema carcelario, denuncia que palpita en la mayoría de las películas del género.
Don Siegel dirige Fuga de Alcatraz (1979), desarrollando y profundizando en la mayoría de las secuencias estereotipadas asociadas con la prisión: acoso sexual en las duchas, acoso violento y aislamiento en el comedor, intimidación y asalto en el patio de recreo, jerarquías de poder en la distribución y asignación de tareas (talleres, biblioteca, enfermería)…
Por supuesto que el gran personaje siempre es el antagonista alcaide, un canalla miserable e impío, cuando no un corrupto inmisericorde, cuya mayor afición es someter, esclavizar y humillar a los presos, desposeerlos de su condición humana. Frente a este alcaide, Clint logrará diseñar una fuga ¿exitosa? que finiquitará y clausurará la prisión.
En 1967, Stuart Rosenberg usará el carisma y la belleza de Paul Newman para arremeter contra las prisiones del sur de los EE. UU. en La leyenda del indomable. La nimiedad de la falta que comete Paul Newman (destrozar unos parquímetros en una noche de borrachera que su desesperanza propiciaba) contrasta con el encierro. Una prisión sin muros, de una sola planta, al modo de una antigua hacienda esclavista. El carácter indómito del protagonista exacerbará los castigos a que lo someten sus carceleros hasta que se alcanza un punto de no retorno en que es sacrificado por no someterse y para vengar la humillación que les ha infligido.

El guapísimo Robert Redford tomará el relevo a su amigo en la crítica de las inhumanas condiciones en las que viven los presos en Brubaker (1980), también dirigida por Stuart Rosenberg. El intríngulis de la película radica en que Redford (el nuevo alcaide) se infiltra como un recluso más para detectar el funcionamiento real del penal y lo que descubre es la corrupción asociada al sistema. Por supuesto, su lucha y su convicción pondrán las cosas en su sitio y restablecerá el orden y la ley, cortando las cabezas necesarias y saneando la institución. Los presos son personas con sus derechos y su dignidad y el sistema debe velar por su reinserción social.
El mismo Redford protagonizará otro drama carcelario: La última fortaleza (2001), de Rod Lurie. Ahora se trata de un penal militar y Redford encarna a un general ajusticiado que se empecina en recuperar los valores del honor militar y la disciplina bien entendida, mientras emprende una lucha sin cuartel contra el carcelero antagonista, James Galdonfini.
El director Frank Darabont ha incidido por partida doble en el género; en 1994 con Cadena perpetua y en 1999 con La milla verde. En la primera, un Tim Robbins sufre lo indecible en el interior de una cárcel regida por un siniestro y corrupto y maleable alcalde, al que consigue engañar, camelar y captar su benevolencia gracias a sus conocimientos económicos. Toda una serie de sevicias soporta Robbins, en especial intentos de violación, hasta que consigue darle la vuelta a la tortilla, en una especie de proceso de venganza y resarcimiento desde dentro del mismo establecimiento penitenciario. En la más absoluta intimidad, ha ido horadando un túnel por el que logra escapar, amén de haberse enriquecido con la explotación de la avaricia del alcaide.
La relación que mantiene con Morgan Freeman se convierte en una amistad inquebrantable, valor que la película exalta en medio de un ambiente hostil, pues será la voz de Freeman quien ejerza de narrador testigo del relato. En la otra película, Tom Hanks ejerce de carcelero humano (rompiendo el cliché), en un relato en el que se mezclan la redención, la piedad, la religión y el esoterismo, apelando a un sentimentalismo exacerbado y mitigador del dramatismo carcelario.
En 1973, Franklin J. Schaffner rodó Papillón, una amarga denuncia del cruel e inhumano sistema penal francés, que usa las colonias de ultramar en la Guayana para deshacerse de sus reclusos en la metrópoli. Las condiciones del embarque, del viaje y de la propia isla-prisión del Diablo son ya suficientes para someter y doblegar al cuerpo más resistente y al espíritu más aguerrido. No obstante, la amistad de conveniencia entre Dustin Hoffmann y Steve McQueen les permitirá sobrevivir en tan extremas condiciones.
Condiciones que se tornan aún más si cabe duras e insoportables en El expreso de medianoche (1978), de Alan Parker. Las cárceles turcas son ahora la manifestación del infierno sobre la tierra. Un joven condenado por tráfico de drogas será objeto de las más abyectas y viles agresiones, perpetradas por turcos sodomitas y salaces. El joven fue interpretado por el actor Brad Davis, a la sazón elevado a la categoría de icono gay a raíz de su interpretación de Querelle (1982), de Fassbinder. El mensaje está claro: no hay que quejarse de lo que ocurre en las prisiones occidentales, pues en otras latitudes las condiciones son insoportables.
Los jóvenes airados ingleses también participaron de la crítica de la institución carcelaria a través de la película de Tony Richardson La soledad del corredor de fondo (1962), en la que el protagonista antepone su dignidad y libertad frente a los beneficios que podría obtener si se sometiese a las indicaciones y recomendaciones de reinserción vía deporte que le ofrece el director del establecimiento penitenciario. No transige con la imposición. Es un espíritu indomable, libre, no servil, pues tras la figura del director subyace el aspecto coercitivo de una sociedad inglesa clasista y discriminatoria.
Más recientemente, Jacques Audiard filmó su mejor película con Un profeta (2009), en la que un joven árabe recibe toda una lección magistral de supervivencia por parte del jefe de la mafia corsa que lo acoge como pupilo, en un relato de formación que terminará con el discípulo aventajado superando al maestro, y algo más. Una relación conflictiva entre padre e hijo se agudiza más cuando ambos son encerrados acusados de terrorismo: En el nombre del padre (1993), de Jim Sheridan. El choque generacional se carga de mayor emoción dramática cuando los tortuosos sentimientos del hijo colisionan con los del padre.

El cine español también ha hecho su aportación al género. Ya en 1956, José Antonio Nieves Conde prestó su saber hacer a una historia de redención y de perdón en Todos somos necesarios. Tres presos abandonan el penal del Dueso. Tres personas totalmente diferentes que afrontan su libertad con perspectivas antagónicas, pero a quienes el azar los vuelve a encerrar en el tren que los devuelve a la libertad cuando una ventisca de nieve los inmoviliza e incomunica. Cada uno de ellos ofrecerá lo mejor de sí mismo para ayudar a los demás, pues en la nueva España todo el mundo ha de tener su oportunidad, dejando de lado el pasado que arrastre consigo (alegoría de la Guerra Civil).
Luis Berlanga se apropió tangencialmente del tema en El verdugo (1963). La próxima jubilación de Pepe Isbert propicia que ceda su puesto de trabajo a su yerno Nino Manfredi, antiguo empleado de pompas fúnebres, por los beneficios que aporta el cargo/puesto de trabajo. El garrote vil es el instrumento que se utiliza y la mirada de Berlanga y de Azcona confecciona una diatriba tragicómica, negra, nigérrima, contra la pena de muerte. La secuencia final, ese plano general en que el verdugo ha de ser arrastrado al patíbulo, es antológica.
Pues el patíbulo o el cadalso se constituyen como subgénero. Ahí podríamos incluir todas las películas que critican la pena de muerte, como Quiero vivir (1958), de Robert Wise, con una Susan Hayward que se bate el cobre hasta el último suspiro para demostrar su inocencia y conmover nuestra alma.
El polar francés también nos ha legado una secuencia espeluznantemente emotiva en Dos hombres en la ciudad (1973), de José Giovanni. Un desgraciado Alain Delon intenta reinsertarse en la sociedad con la ayuda inestimable de un funcionario paternal encarnado por Jean Gabin. Sin embargo, un inspector de policía la hace la vida imposible, provocando su asesinato y posterior condena de Delon. El recorrido-procesión final desde su celda hasta el cadalso, donde lo espera la guillotina, con esos funcionarios que lo depositan sobre una tabla e inclinan su cuerpo y su cabeza hasta que es guillotinado fuera de campo, mientras sólo vemos sus piernas y pies elevados, dicha secuencia provoca escalofríos en su ardiente gelidez.
Más recientemente Alberto Rodríguez ha revisitado la Transición española con su Modelo 77 (2022), supeditando el drama carcelario a una serie de reivindicaciones políticas orilladas por la Historia y que el director se esfuerza por reivindicar cuarenta y cinco años después. Previamente, Daniel Monzón ponía en pie un drama carcelario clásico con Celda 211 (2009), cargando sobre el personaje de Malamadre (Luis Tosar) todo el entramado dramático de un motín con secuestro de funcionario incluido. Pero el lobo escondía en su interior un corderito que resta fuerza a la narración
La cárcel también admite un acercamiento satírico. Ahí está el pseudowestern de Joseph L. Mankiewicz El día de los tramposos (1970), en la que un bien intencionado alcaide (Henry Fonda) procura el bienestar de sus reclusos, entre los cuales Kirk Douglas no ceja en su empeño por intentar escapar para recuperar un cuantioso botín. Finalmente, se evade, pero es perseguido por el alcaide, cuyos valores se trastocan ante las penalidades sufridas por el levantisco recluso y ante la contemplación del suculento botín recobrado.
También Berlanga pergeña su más desaforada sátira contra todo y contra todos, especialmente contra los políticos y la España corrupta, en Todos a la cárcel (1993), aunque ahora no obtenga los brillantes resultados de sus anteriores e imperecederas obras, por un descontrol caótico y un desbarajuste descontrolado.

Miscelánea y descartes
El tema podría admitir más variantes y afluentes. Algunos peplums son recordados por las secuencias carcelarias. Valgan como ejemplos el episodio de Ben-Hur (1959), de William Wyler, en que un convicto prácticamente desnudo y engrilletado ejerce de remero en las galeras romanas. El cónsul Quinto Arrio se fijará en este indómito (y desnudo y musculoso) galeote y la fortuna hará que se convierta en su salvador en la naumaquia. Entre Charlton Heston y Jack Hawkins rezuma algo más que el amor paternofilial…
Idéntica desnudez exhibe Kirk Douglas en su presentación como esclavo encadenado en la cantera romana en Espartaco (1960), de Stanley Kubrick. Su condición de esclavo se traslada desde la cantera hasta la escuela de gladiadores de Capua, en donde se inicia su prisión-formación y aprendizaje como gladiador. Ambos personajes parten de una iconografía cristólogica.
El cuerpo también se convierte en una cárcel para el personaje en Mi pie izquierdo (1989), de Jim Sheridan. La inmovilidad asociada a una parálisis cerebral no impide a Daniel Day-Lewis superar sus limitaciones en un ejercicio dosificado dramáticamente de superación personal. Brendan Fraser ocupa el cuerpo-cárcel de un obeso mórbido, recluido en su apartamento. Ofrece clases on line. Su condición de monstruo en La ballena (2022), de Darren Aronofsky, responde a un pecado de su pasado: abandona el hogar (mujer e hija) por un enamoramiento gay con un alumno. La muerte de su joven amante propicia su caída al infierno de la obesidad; no obstante, se redimirá, por supuesto, gracias al amor que siente por su hija y a su positividad.
Cabe mencionar la película de Rodrigo Cortés Buried (2010), en donde en tiempo real se recrea el lugar común del enterramiento vivo con un crescendo angustioso y un final escalofriante. Luis Buñuel perpetra la surrealista El ángel exterminador (1962), una sulfúrica sátira demoledora de los principios, reglas sociales, un misil en la línea de flotación de la moral burguesa, a saber, de nuestra moral.
En El hoyo (2019), Galder Gazteu-Urrutia pone en escena una fábula kafkiana con un envoltorio de cine de terror e incluso gore. La puesta en escena onírica, una escenografía tan bella como fantástica, propia del encantamiento que representa, convierte un palacio rico y esplendoroso en una jaula dorada falsa. El amor verdadero será el que libere de la cárcel de los sentidos, del engaño de las apariencias, en la actualización del mito de Eros y Psiqué, transformados en La bella y la bestia, destacando la adaptación de 1946 de Jean Cocteau, y la de Disney de 1991.
Como conclusión, simplemente hay que destacar la renuncia a transitar por los espacios concentracionarios que erigieron los dos grandes totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el comunismo. Esos lugares de reclusión (y exterminio) alcanzan una categoría propia que rompe límites morales y confronta a la humanidad con sus más ominosos demonios interiores.
El lager y el gulag son el anverso y el reverso de la política más avanzada, de la vanguardia de las ideas, del callejón sin salida al que nos puede abocar nuestra condición humana.
Escribe Juan Ramón Gabriel
