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JOHN CARPENTER: INSOBORNABLE ESPÍRITU INDEPENDIENTEPor Josep Carles Romaguera
El director de La noche de Halloween siempre me ha resultado un director simpático y cuya destacable actitud solitaria e insobornable, mantenida de manera constante a lo largo de una carrera marcada por la independencia, merecen cuanto menos un reconocimiento. Visto el panorama actual del cine norteamericano, sometido por una política exclusivamente consumista, una postura como la de Carpenter debe ser valorada, máxime cuando, mediante producto humildes y, salvo excepción, minoritarios, apunta cualidades que ya quisieran poner en práctica individuos como Michael Bay, Roland Emmerich, y otros. Unas aptitudes que Carpenter hereda de su extraordinario bagaje cultural cinematográfico, fundamentado en el conocimiento de cineastas clásicos como John Ford o Howard Hawks. Me resulta atractivo, entonces, ver en un director como este la facilidad con la que aúna una más que evidente herencia, y no sólo teórica, del cine clásico y unos métodos de trabajo cercanos a la artesanía de la serie B. Es el conjunto de los dos lo que aporta a su tipo de cine por un lado la sencillez y la sobriedad narrativas, la clarividencia expositiva del relato, heredada de grandes maestros, lo que convierte a Carpenter, sobre todo, en un gran narrador, preocupado tanto por la forma como por la funcionalidad de esta dentro del relato. Por otro lado, nos encontramos con una actitud lúdica y ciertamente irónica respecto a las historias y a los personajes sobre los que edifica el relato. Esa conjunción entre las herencias clásicas y los métodos de trabajo artesanales son una constante en el director de Están vivos, como podemos ver a lo largo de la filmografía del director, desde sus inicios hasta llegar a su obra más redonda, La cosa, y a continuación hasta llegar a Vampiros, su última película. Así pues, considero muy interesante observar como todo lo apuntado en estas líneas se cumple en su mayor logro fílmico y como se prolonga hasta la actualidad, salvando pequeños detalles, con una coherencia sorprendente y encomiable.
Estructura sencilla, como vemos, con el único objetivo de introducir al espectador en un desasosegante in crescendo, provocado por la actividad de un extraño ser mutante que irá eliminando uno a uno a los miembros de la expedición, mutándose en ellos mismos en el interior de sus propios cuerpos. Este desarrollo argumental, además, se sostiene sobre dos recursos importantes, además de la unidad espacio-tiempo. En primer lugar, nos encontramos como la tensión del film aumenta porque, a parte de la presencia de la cosa, hay una especie de intriga policíaca, producto de que nadie sabe quien está poseído o no, lo que provoca una desconfianza que se convertirá en una lucha por la supervivencia. En segundo lugar, la específica labor de Carpenter en cuanto a la concepción de la puesta en escena. Sin duda, la película en manos de cualquier mediocre director resultaría un estropicio, una estúpida película de terror, con ciertas dosis de acción, al estilo Anaconda o cualquier estupidez que el lector tenga en mente. En cambio, el trabajo del director de Carpenter, a la hora de concebir el tipo de narración y el contenido de esta, rescata el relato de cualquier tópico y le aporta entidad dramática y fluidez narrativa. En este aspecto, basta con fijarse en el arranque de la película para comprobar la precisión del director de Starman a la hora de planificar una escena. La combinación de planos generales, con el aparentemente sereno paisaje nevado al fondo, tomados desde el helicóptero o desde la blanca superficie, y de planos cortos, del perro esquimal y del francotirador, demuestran, por un lado, agilidad a la hora de darle ritmo a una escena y no tropezar en el intento, y por otro, aportan una intensidad que atrapa al espectador, testigo de una insólita persecución. Desde el principio, Carpenter nos pone sobre aviso ante una situación tan inquietante en la que, a media que se desarrolle la acción, la violencia y la locura van a dominar el comportamiento de los personajes, víctimas, de nuevo, de la irrupción de lo fantástico dentro de su realidad rutinaria y cotidiana, más concretamente en una especie de impasse –en este caso, la espera del ansiado relevo-. Otro aspecto que cabe destacar de la película es que en ningún momento recurre a trampas o truculentas sorpresas que provoquen el pánico en el espectador, al cual la película nunca busca engañar. Carpenter, se apoya en algo perfectamente lícito para inquietar al espectador como el uso de las elipsis –personalmente, considero que lo mejor de la película-. La película, entonces, se irá construyendo mediante la alternancia de escenas en las que se apuesta por la sugerencia, en las que permanece latente la amenaza, y espontáneas escenas en las que se evidencia el horror físico y una brutalidad terrorífica –comentar de paso el excelente trabajo de Rob Bottin en la creación y el diseño de los efectos de maquillaje-. Por lo tanto, el planteamiento de Carpenter pretende no conceder tregua al espectador, sino que este quedará atrapado por el suspense y por el asombro que provocan las atrocidades que presencia. Así, por lo tanto, en La cosa se confirma el pánico del ser humano ante lo desconocido, ante aquello que perturba el orden establecido y supone una amenaza para su integridad.
Dos son los elementos de la configuración de los personajes que nos permiten pensar en ello. El detalle más evidente es el hecho de que el cardenal Alba (interpretado por Maximilian Schell), quien contrata a Jack Crow (un perfecto James Woods) para eliminar a los vampiros en una especie de cruzada contra el Mal, sea un traidor que decide pactar con John Valek, el señor de los vampiros, su inmortalidad a cambio de facilitarle la cruz de Berziers, lo cual le permitiría sobrevivir a la luz del día. El segundo aspecto es la similitud que hay entre la forma de actuar entre los no-muertos y los, digámoslo así, defensores del Bien. En la primera escena, vemos en acción a Jack Crow y sus hombres, mercenarios a sueldo, contratados por la iglesia, que ponen de manifiesto un sadismo y una brutalidad casi inhumanas a la hora de liquidar a los vampiros. A continuación, en la siguiente escena, Valek irrumpe durante la orgía de alcohol y sexo con la que se celebra la matanza y, repleto de odio y sed de venganza, despedaza, literalmente, a los hombres de Crow, en un estallido de salvajismo espeluznante. Lo atroz de las acciones de Valek es equiparable al sadismo de los cazavampiros y recuerda y supera algunos momentos de La cosa, como aquel en que la cabeza de Palmer se transforma en una enorme boca que engulle a su compañero Bennings. Así pues, vemos como con dos escenas, la similitud y la proximidad entre unos y otros ha sido establecida de forma precisa y concisa, como es habitual en Carpenter. Si lo que tratamos es de buscar similitudes entre La cosa y Vampiros debemos atender en un principio a un elemento argumental. Tanto en una como en otra, hay que apuntar que el Mal necesita del ser humano para desarrollarse y existir. Evidentemente, no se nace vampiro sino que se hace, y según la película de Carpenter parece ser que el primero, irónicamente, surgió debido a la intervención de la iglesia, que condenó a un sacerdote del siglo XVI, Valek, por herejía. En La cosa, el ente mutante y multiforme necesitaba apoderarse de un cuerpo animal o humano para desarrollarse en su interior, de la misma forma que el vampirismo se apodera del cuerpo humano. Pero lo que tienen en común, ya a un nivel estético, tanto Vampiros como La cosa es el gusto de su director por el género del western, aunque sus premisas argumentales y el terreno sobre el que edifica sus ficciones estén vinculados al fantástico. Basta observar algunos detalles como por ejemplo el sombrero que lleva el personaje interpretado por Kurt Russell en La cosa y su poblada barba y el aspecto desaliñado propio de películas de Sam Peckinpah o de los westerns de Clint Eastwood. Jack Crow, por su parte, lleva un chaleco y va armado con una ballesta como si de un Colt 45 se tratara. En Vampiros, la referencia al género del oeste también es evidente si observamos el marco ambiental donde se desarrolla la acción: un árido desierto visualizado a través de unas imágenes de tonalidades anaranjadas y rojizas. Un contexto este que pone de manifiesto las intenciones por parte de la película de alejarse de las tópicas ambientaciones góticas.
Lo que indudablemente hay que reconocer, en cuanto a lo estrictamente cinematográfico, a parte de su insobornable condición de outsider, es que Carpenter tiene una habilidad especial para conjugar espectáculo y reflexión, diversión y un discurso que se digiere gracias a la precisión de su puesta en escena, a la claridad narrativa y a la fuerza visual de sus imágenes.
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