Match Point (Match Point, 2005), de Woody Allen

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Afilado retrato de la condición humana

match-point-0En los inicios de la cinta, parece que Allen nos quiere amigar con el personaje del filme, Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers), un tenista retirado del circuito profesional que llega a Londres con grandes aspiraciones (no tardaremos en saber que es un personaje arribista y amoral). Hombre joven con una vida alegre, dinámica y deportiva. Nos resulta también atractiva la joven (soberbia presentación de Scarlett Johansson), que es el núcleo de relato.

Chris Wilton, un profesor de tenis de escasos recursos, pero codicioso, por la gracia de su amistad con el rico Tom Hewett (Mattew Goode) se introduce en la alta sociedad británica. Muy pronto seducirá a su hermana Chloe (Emily Mortimer). Tom sale con la bella norteamericana Nola Rice (Johansson), que aspira entrar en una familia de alcurnia, vía matrimonio interesado. Chris no tarda en encapricharse también de Nola. A partir de este punto los acontecimientos se precipitan, siempre con la bandera del ambicioso Chris en cabeza, saltándose todas las líneas rojas.

Lo que viene más se parece a una tragedia griega con fuerte carga de angustia vital y conexión con una singular manera de confusión romántica. Lo cual deriva en fascinante thriller.

La historia es una cancha de tenis. La bola tropieza con la red central y puede caer a un lado o al otro de la pista. Si va para el otro lado ganas; si cae en el tuyo, pierdes. Sencillo. La vida sujeta por el tamiz menudo de una red de tenis.

Allen consigue un filme desasosegante con esta inesperada idea en apariencia simple, de esa pelota de tenis dubitante, cosa del azar o la suerte, pero aplicada de forma increíble a una trama incluso cruel. La suerte se enfrenta al raciocinio y la lógica de los personajes; también de los espectadores. Allen dándose la mano con Dostoievski. Narrado todo en forma perfecta donde nada sobra, ni una toma, ni un plano, tampoco una letra del libreto. Hay mucho talento.

Inteligencia, enjundia, genialidad, elegancia, mucha hondura, algo así como el diagnóstico de uno mismo (?) y de los demás en este tiempo curioso y delirante que nos toca.

Y como afirma Rodríguez: «terriblemente seria, trágicamente lúcida y moralmente tan afilada que lo más fácil es cortarse el propio gaznate con su tesis, que es al tiempo antítesis y, por supuesto, síntesis».

Es desde mi modo de ver una de las mejores películas de Woody Allen que no sólo dirige magistralmente este drama-tragedia romántico, sino que, con un guion de su misma autoría, hace un análisis descarnado y crudo de los límites a que puede llevar la ambición.

La película va llevando al espectador, de la mano de un inteligente Allen, por un mundo de pasiones, relaciones interesadas, anhelo sexual y avaricia desmedida, para introducirlo en un enredo sórdido donde el ansia de promoción social del protagonista produce en la sala de butacas una turbación in crescendo, en la cual va a suceder de todo y nada bueno.

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Grandes interpretaciones de un Jonathan Rhys Meyers, muy acertado en su rol de sociópata en toda regla, y de Scarlett Johanson tan preciosa como excelente actriz, bola y red, e incluso la raqueta del contrincante, siguiendo el símil; físicamente abrumadora; eso necesitaba Allen para establecer las reglas de su juego y sus partidas de dobles; ¡ah! Scarlett será también la gran víctima

Estupenda Emily Mortimer. Y acompaña un elenco sensacional con actores y actrices de lujo como Matthew Goode, Brian Cox, Penelope Wilton, Alexander Armstrong, Ewer Bremner, James Nesbitt, John Fortune, Rupert Penry-Jones y Paul Kaye.

Película, en fin, compleja, muy bien narrada, con intrincadas reflexiones sobre la moral y la condición humana, un relato que atrapa. Allen le da a esta película una importante carga trágica, lúcida y punzante. Además, resulta inquietantemente entretenida, interesante y genial.

De cómo un arribista escala a lo más alto del nivel social sirviéndose de sus dotes de fingimiento y ayudado, no poco, por la suerte (El azar y la necesidad, como tituló su conocido superventas el biólogo Jacques Monod allá en 1970). Una exposición inocente del azar y su capital relevancia es lo que se va sucediendo entre los personajes.

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Y la comedia entona la marcha apropiándose de la pantalla con amores, amistades, ventajas en el trabajo, ascenso social, enfrentamientos, rupturas y desdicha. Pues lo que podría ser en los inicios un retrato social en tonos pastel y sabor dulce, en la mitad del filme se convierte en una pintura más negra que las de Goya. «Una de esas intrigas a la contra, en la que se le obliga al espectador indefenso a ponerse en el lado del asesino y convirtiéndolo en cierto modo en cómplice» (Rodríguez Merchante).

Allen recurre a cierta complicidad inicial del espectador en lo que parece un trivial intercambio de parejas (así gana la confianza del público). Pero ya en ese juego en apariencia intrascendente, se mete en un lúgubre túnel del que pronto no habrá salida.

En la trama ha de haber, como en el deporte, un perdedor. Sólo habrá victoria cargándose al adversario, incluso utilizando medios nada ortodoxos. Pero en el caso de esta obra, lo que se solventa es la ética perversa (si es que así se puede hablar), dominante en una sociedad que carece de escrúpulos.

El filme entra de lleno en ese territorio moral con una aspereza y una brusquedad sorprendentes. Como si quisiera despejar la catadura de este mundo cruel en que habitamos. Comedia, cine negro y de terror de la mano.

Desde muy pronto ya queda claro que esta es una de las obras maestras de Allen, sobre todo en el campo que analiza la inmoralidad y el egoísmo humano. Al modo de otras cintas, como El sueño de Casandra (2007). Pero, sobre todo, me ha recordado a ese portento de obra titulado Delitos y faltas (1989).

Una obra maestra.

Escribe Enrique Fernández Lópiz

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