Tamborradas de guerra

La deseada Pax Trumpiana no parece vislumbrarse en el horizonte, dado que los desmanes y exabruptos del presidente estadounidense contra Zelensky no han traído sino desconfianza y temor en Europa, al constatarse el sesgo prorruso de sus actuaciones. Esto, que sin duda constituyó un acicate para que los líderes de la Unión se confabularan para reagruparse casi unánimemente en una nueva Santa Alianza –sin Rusia, claro está– y sobre todo incrementar el gasto militar, ha degenerado rápidamente en una carrera armamentística que amenaza con desbaratar los presupuestos de los países miembros y sobre todo, raquitizar las partidas de gasto social que ahora son vistas como menos importantes. Los cañones ganan el envite a la mantequilla.
Pero eso, que resulta más o menos comprensible dentro de la lógica disparatada de los mandamases europeos, tan prestos a la sobreactuación en tiempos de crisis –de cualquier tipo de crisis, o si no que se lo pregunten a Grecia–, no alcanza para explicar el giro de guion que se ha aplicado con la estrategia del pánico.
Si alguien no sabe a qué me refiero, estoy hablando de los kits de supervivencia para 72 horas que desde las altas esferas de la Unión nos recomiendan que preparemos por si acaso a Putin se le fuera un poco más la chaveta de lo que habitualmente se le va.
La verdad, uno ha visto casi de todo, pero he de confesar que esto no me lo esperaba: pretender que porque al caudillo ruso se le rían las gracias desde el despacho oval a este se le va a poner en los óvalos invadir cualquier país de la Unión –o de la OTAN– es de locos o de listillos: de listillos que nos toman por tontos.
Claro está que la estrategia ya ha funcionado antes, durante la pandemia, tanto con las mascarillas como con los encierros… y visto lo bien que le fue a algunos haciendo el agosto vendiendo bozales, gel hidroalcohólico o papel higiénico, no es de extrañar que ahora los intermediarios sobrevenidos en empresarios sanitarios se reciclen en fabricantes de kits de tres días. Alguno debe estar en ello ahora mismo, importando pilas, linternas y preservativos.
Seamos un poco serios y tomémoslo a broma; esto no son tambores de guerra, sino tamborradas: estruendo festivo para el disfrute de unos cuantos; avisos de invasión –como en Calanda– de tropas extranjeras prestas al saqueo, la violación y el pillaje… de nuestros bolsillos, atenazados como estamos por el miedo injustificado.
Porque digo bien: injustificado; Putin puede ser un tirano, pero no es tonto –por algo se ha mantenido 25 años en el poder y aspira a mantenerse, si natura no lo remedia, unos cuantos más– y no se arriesgará a meterse en un berenjenal bélico que sabe que no puede ganar. Del mismo modo, dudo mucho que los más rapaces burócratas de Estrasburgo o Bruselas se atrevan a toserle al oso ruso: aun suponiendo que tan solo el 10% de sus destartaladas armas nucleares resultasen operativas, eso bastaría para hacer colapsar una civilización que apenas está preparada para sobrevivir unas horas sin WhatsApp.
Pero bien puede ser que me equivoque –como suele suceder habitualmente–, que el nuevo Zar esté dispuesto a jugar la mano del hombre muerto o que el rearme nos conduzca, como en los días previos a la Gran Guerra, a sentar nuestro trasero sobre un barril de pólvora mientras fumamos un puro. En tal tesitura, me atrevo a decir que nuestro Gavrilo Princip podría ser Elon Musk, disparando tuits –o como demonios se diga ahora– sin ton ni son, o alguno de los asesores de Trump metiendo la pata en cualquier red social compartiendo los planes de invasión de Rusia que acabarían por cabrear al heredero de Yeltsin.
Preparados, listos… ¡fuego!
En tal caso, no hay de qué preocuparse, porque las dos únicas opciones son o bien acabar todos calcinados o bien mortalmente aburridos bajo tierra en uno de esos refugios atómicos que otros espabilados andan ya vendiendo. Tertium non datur.
Yo, que vivo cerca de una base militar, ni siquiera me planteo la supervivencia; pero para todos aquellos que aún tengan esperanza –y dineros para sufragarse el refugio–, les dejo unas recomendaciones cinematográfico-preparacionistas para, si no sobrevivir al invierno nuclear, sí al menos aburrirse lo menos posible bajo tierra.
Los preparacionistas son los clientes perfectos para determinados listillos, sobre todo los que venden armas y enseres de supervivencia. Últimamente se han hecho más reconocidos en varias series de televisión como The last of us. En su tercer episodio, Long, long time, el protagonista es uno de esos rednecks estadounidenses obsesionados con el apocalipsis que al final puede gritar a los cuatro vientos ¡os lo dije! sin que lamentablemente quede nadie alrededor para escucharlo. El apocalipsis zombi le ha dado la razón, y nosotros, como espectadores omniscientes, podemos aprender de él que hacen falta armas, muchas armas, una valla electrificada y buen vino y viandas, además de alguien con quien compartir la soledad y las desdichas.

Menos poética, la serie francesa El colapso, en el que la catástrofe no es bélica, sino económica, nos muestra que incluso entre los preparacionistas siempre hubo clases. Allí, los ricos disfrutan de una isla en medio del océano a la que huir cuando todo empiece a fallar, y el resto de la humanidad se reparte las migajas, disputa por la gasolina o se apresta a enfriar los reactores nucleares con cubos de agua, como dando a entender que por mucha preparación que haya nadie escapará a los cientos de fusiones de núcleos de reactores atómicos que sucederán más tarde o más temprano.
Más propiamente nuclear es también la semi-humorística Fallout, donde los preparacionistas no ocultan que todo es un inmenso negocio, incluido el desencadenamiento del conflicto, que tiene su origen en la lucha por el monopolio de la construcción de refugios. La gracia es que a la gente se la mantiene encerrada en los subterráneos a pesar de que afuera hay supervivientes, aunque pasen sus días de forma no muy venturosa ni agradable.
Fíjense si no sería posible, comentado lo anterior, el caso contrario: que los listillos quisieran en realidad mantenernos bajo tierra para disfrutar ellos solitos de un planeta menos contaminado y poblado. Algo ligeramente parecido sucedía en Underground, de Emir Kusturica: allí, el espabilado Marko esconde a su amigo Petar junto a su familia en un sótano durante más de 20 años, haciéndoles creer que la Segunda Guerra Mundial aún duraba, e instándoles a fabricar armas durante ese período, para poderlas vender y sacar buena tajada con la excusa de que eran para la resistencia. Siempre ha habido mercaderes del miedo, ya sea con Kalashnikovs o mascarillas FFP2.
La realidad más triste sin embargo es la reflejada por esa pequeña y desasosegante joya británica de animación que es Cuando el viento sopla. En ella, una pareja de ancianos construye un refugio en el sótano de su casa y pretende llevar una vida normal mientras afuera todo arde. Ese contraste desgarrador entre la cotidianeidad y la inimaginable catástrofe está tan tierno y a la vez cruelmente narrado que uno no puede menos que pensar que se está hablando de algo muy serio. Pero esta era una película de los años ochenta, y entonces el miedo respondía a algo real y la confianza en los gobiernos no estaba absolutamente rota.
El anciano protagonista sigue al pie de la letra los folletos gubernamentales porque se siente tratado como adulto por adultos, toda vez que no podemos dejar de tener la sensación –por otro lado absolutamente justificada– de que nada de lo que haga servirá para evitar la muerte: en este sentido, aquellas instrucciones de supervivencia eran como los folletos de los aviones de El club de la lucha o las emisiones propagandísticas de los años cincuenta que llamaban a esconderse bajo la mesa en un ataque nuclear: buscaban vender una ilusión de seguridad ante lo inevitable, una especie de consolación, de dique de contención frente al pánico que proporcionara si no una buena muerte, sí al menos una muerte digna, no atropellada ni histérica.
Eso es lo que piensa sobre los kits propuestos por la UE Nadia Brzostowicz, una de las preparacionistas más conocidas de España, y que resume las sugerencias de Bruselas estos días como «politicadas» que pueden dar «una falsa sensación de seguridad». Sin embargo, yo creo que en la época del mercado y de la domesticación de las masas, el pánico es el acicate para la obediencia mediante el consumo. No se trata de evitarlo, sino de producirlo, y que de paso genere beneficios.

Los Oscar menos políticos
Es llamativo que la gala de los Oscar que se celebró a principios de marzo, tan activa desde un punto de vista político como había sido en los últimos años, haya optado por un perfil más bajo en este sentido y más clásicamente cinematográfico. Quizá fuera debido al duelo por los incendios forestales en Los Ángeles, que influyeron en la preparación y el tono del evento, quizá pensando en que no cabía otorgar a Trump y demás elefantes cacharreros otra excusa para cobrar protagonismo a costa de las críticas a su gestión, que sin duda sabría aprovechar en su favor.
Como para matizar lo que acabo de sugerir, cabría señalar que no faltaron momentos reivindicativos, como el discurso de los realizadores del documental No Other Land al recoger su premio, que tuvo una derivada –no sé si decir causal o casual– en Palestina: el director de la cinta fue detenido en el confuso altercado entre unos colonos judíos y las FDI, sin que al parecer el hecho tuviera más que ver con la película que con la tendencia de los primeros a buscar problemas en tierras ajenas.
En un aspecto técnico, la presentación corrió a cargo del comediante Conan O’Brien, presentador de un Late night de amplio recorrido. En el apartado cinematográfico propiamente dicho, Anora, dirigida por Sean Baker, emergió como la gran triunfadora contra pronóstico, llevándose cinco estatuillas, incluyendo mejor película, dirección, actriz principal y guion original, en una noche donde los premios se repartieron más de lo habitual, sin un dominio absoluto como el de Oppenheimer el año anterior.
Emilia Pérez, que partía como favorita con 13 nominaciones, se quedó con solo dos premios, afectada sin duda por la controversia en torno a Karla Sofía Gascón que ya mencionamos en el editorial anterior. No obstante, entre esos dos galardones se encuentra el de la mejor actriz de reparto para Zoe Saldaña.
Anora, una comedia dramática sobre una trabajadora sexual de Brooklyn que vive una historia al estilo Cenicienta con el hijo de un oligarca ruso, se alzó con un premio que, de nuevo, no dejó de generar polémica entre los que consideran que romantizaba la prostitución. La prueba de que el tiempo del wokismo y el ofendidismo pasó es que sus diatribas ya no generan más que hilillos de tinta, y ahora cabe preocuparse más –hasta cierto punto, porque ya estamos hartitos de guerras culturales –, por los neotecnomachos autoritarios y sus locos cacharros. Virgencita que me quede como estoy.
Pero volviendo a lo importante, la victoria de Anora fue una sorpresa, ya que no era la favorita inicial. Emilia Pérez, descabalgada por polémicas ajenas a lo cinematográfico, La sustancia, justamente olvidada por sobrevalorada y absurda, o The brutalist, indigesta como hormigón armado sin revestimiento, se supone que contaban con ventajas sobre el humilde proyecto de Sean Baker. Baker, conocido por filmes independientes como The Florida Project, logró un reconocimiento histórico al ganar también dirección, guion y montaje, y la actriz protagonista de Anora, Mikey Madison, de tan solo 25 años, puso el broche de oro para el triunfo del cine indie con su premio a la mejor actriz principal.
En el apartado masculino, Brody ganó su segundo Oscar (como todo el mundo sabe el primero fue por El pianista en 2003) interpretando al (otro) sobreviviente del Holocausto László Tóth, un arquitecto emigrado a los EEUU en esta epopeya de tres horacas y media. Brody aún es joven, y si sabe escoger sus papeles, puede entrar en la carrera por los tres galardones que de momento solo han conseguido Daniel Day Lewis y Jack Nicholson.
Por suerte, en la mejor película de animación ganó Flow, de la que ya dijimos que no solo es un gran trabajo visual y narrativo, sino que atesoraba un mensaje muy del gusto de Hollywood. Ha tenido el honor de recoger el primer Oscar para Letonia, y sobre todo hay que celebrar que haya derrotado a Robot salvaje, que me parecía un trabajo tan tópico como cargante. Más me duele que el galardón no haya sido para Memorias de un caracol, que probablemente fuera la mejor de todas las películas a concurso, de la que me toca hacer la crónica en cuanto suelte el editorial. No obstante, el agradecimiento de Zilbalodis a su perro y gato me hizo replantearme el disgusto. Alguien así merece un monumento.
Por lo demás, Cónclave y sobre todo, A complete unknown, no cumplieron las expectativas. La segunda se fue de vacío a pesar de contar con ocho nominaciones y la segunda solo se llevó el premio al mejor guion adaptado. Parece que Dios no estuvo de parte de los cardenales.

El pájaro canta hasta morir
Richard Chamberlain, cuyo más memorable papel fue el del Cardenal Ralph de Bricassart en El pájaro espino –El pájaro canta hasta morir en Hispanoamérica –, la miniserie que enganchó a miles de españoles a mediados de los años ochenta, falleció este pasado 29 de marzo, justo dos días antes de cumplir 91 años. Chamberlain, de quien se decía que gustaba por igual a hombres y mujeres –y él mismo reveló su bisexualidad a principios de los años 2000–, protagonizó además grandes epopeyas cinematográficas y televisivas, entre las que destacan Shogun para la pequeña pantalla o Las minas del rey Salomón, El conde de Montecristo, El coloso en llamas o El hombre de la máscara de hierro,entre muchas otras, para la grande.
Otra de las series que nos atrapó en aquellos –al menos en la memoria – maravillosos años, fue Luz de Luna, protagonizada por Cybill Shepperd y Bruce Willis. Willis, que este marzo ha cumplido setenta años, no parece ser muy consciente de lo que pasa a su alrededor, dada su demencia frontotemporal, una enfermedad degenerativa que poco a poco le hace olvidar quién es y sobre todo, quién fue.
Lo verdaderamente notable es que su esposa, exesposa e hijas, se han conjurado para seguir cuidando de él, haciendo ver su compromiso, su responsabilidad y hondura humanas.
Esta ética de los cuidados me recuerda también al nudo central de Super/Man, la serie documental dedicada a Christopher Reeve: el amor incondicional de quien cuida es valioso en sí mismo, pero como síntoma, va más allá de la pura abnegación: si hay amor, como parece haberlo en los casos de Willis y Reeve, debe ser porque los individuos a los que se cuida son merecedores de ello. Así lo ha dicho Demi Moore en su reciente biografía y así lo justificaban tanto Gae Exton como Dana Reeve, expareja y esposa del protagonista de Superman respectivamente: ambos eran personas que merecían ser cuidadas porque, como muchísimos otros hombres anónimos, pero responsables y amorosos, cuidaron antes.

El odio
Viene esto al caso porque nos hemos encontrado últimamente con mucho de lo contrario: verdaderos monstruos que constituyen la excepción, y no la norma, al comportamiento masculino en general.
La reciente polémica sobre la no-publicación del libro de Luisgé Martín sobre José Bretón viene a mostrar cómo algunos individuos son, por una parte, verdaderas máquinas de provocar sufrimiento, y por el otro, ingenuos autistas cuya inocencia les mantiene tan alejados del mundo que ignoran el daño que pueden causar con sus actos.
Nada hay que justifique la censura del libro de Martín, ni siquiera el pudor que podemos sentir algunos ante un relato que no busca sino ser el último escalón de la venganza de Bretón sobre su esposa, Ruth Ortiz. Todo lo que hizo lo hizo por hacerla sufrir, y no cejó en su empeño de dañarla incluso desde la cárcel. Que alguien se haya prestado a darle voz para seguir en su espiral de odio solo muestra la torpeza del intermediario, que no parece haber obrado a propósito. No, Bretón no va a ganar un duro con esto, pero saborea de nuevo, con gusto, las hieles del padecimiento ajeno gracias al altavoz que algunos le han dado.
El libro ya está escrito y el daño está hecho. La polémica solo puede servir como advertencia para evitar nuevas torpezas en casos similares. Ahora en nada evitará el perjuicio que el libro no salga a la luz, o incluso quizá su censura pueda incrementarlo: cuando este se libere al final, volverá a provocar dolor con una nueva polémica. Quizá hubiera sido mejor seguir adelante y no darle un nuevo gustazo al monstruo en el futuro.

¿Imita la ficción a la realidad?
Un nuevo monstruo ficticio recorre con gran éxito la pequeña pantalla desde el 13 de marzo: es Jamie, el protagonista de Adolescencia, la serie que cuenta su crimen contra una joven y las relaciones de abuso por parte de los compañeros del cole que lo llevaron a refugiarse en los peorcitos foros de internet, de esos que se han venido a llamar la manosfera.
La serie es un prodigio técnico, con episodios enteros rodados en plano-secuencia e interpretaciones escalofriantes. Ha provocado polémica no tanto por lo morboso del crimen y lo supuestamente inadecuado de haber escogido a un chico blanco para el papel principal (cuando se sugiere no sin cierta falsedad que el crimen real fue cometido por un chico negro), sino por poner de nuevo sobre el tapete el espinoso asunto de la «masculinidad tóxica».
Mi opinión sobre esta serie, dado que aún no la he visto, viene condicionada por gente como Gabriel Incertis, un crítico en el que confío y que sugiere que en realidad es un relato sobre, de nuevo, los cuidados y la atención hacia nuestros seres queridos, en este caso los niños. O más bien sobre la falta de estos: el desinterés paterno por lo que hacen nuestros hijos en la soledad de sus atormentadas vidas acaba por producir seres desamparados, deseosos de ser escuchados por sus semejantes, que a menudo son chicos que han perdido su alma y cruzado al lado siniestro. La serie pretende hacer ver cómo no vivir en familia –atomizados y despreocupados–, y no solo cómo un chico asesina a una chica porque se ha mezclado con incels enloquecidos.
Pero más allá de que esta interpretación pueda parecerme sensata, creo que cabe señalar algo evidente: las justificadas críticas hacia el wokismo, hacia las burdas y malintencionadas caricaturas del hombre blanco heterosexual que se han prodigado tanto en los últimos tiempos, no pueden llevarnos a caer en el culto acrítico hacia los nuevos relatos despechados de los resentidos por ese relato. Haremos muy mal en dejarnos arrastrar a las profundidades del oscuro océano por sus cantos de sirena, por la tentación de la compensación como venganza crítica, por agitar nuevas banderas de odio que ahora pongan en mal lugar a las mujeres. Los pánicos morales o el desprecio generalizado funcionan en ambos sentidos, y no cabe pensar que «los otros» son ahora los buenos.
Aceptar con naturalidad –con prudencia y mesura– la existencia de un mal excepcional que hay que evitar es el mejor antídoto contra los ya viejos relatos que querían caricaturizar «la masculinidad» como esencialmente competitiva, violenta y descarnada. Darse cuenta de que no hay eterno femenino o masculino, negar la absoluta determinación de los roles sexuales, abominar de la culpa bíblica, puede ser el primer paso para desactivar a los que quieren usar el miedo para enfrentar a los que deben amarse.
Huyamos de los pánicos morales y de los trazos gruesos. Entre nosotros hay ángeles y demonios, y ya se sabe que ni los unos ni los otros –al fin y al cabo los segundos no son más que ángeles caídos– tienen sexo definido.
Que se lo digan sino a La Cenicienta.
Escribe Ángel Vallejo
