Misericordia (2)

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Sin rumbo

Un coche se desplaza por carreteras cada vez más secundarias. Lo observamos desde dentro, con la mirada del conductor. El lugar está apartado, y, lo sabremos pronto, ejerce como un foco aislado que fagocita todo aquello que se le acerca. Al mismo tiempo la pieza extraña que se incorpora va a alterar el orden férreamente constituido.

El esquema se ha repetido en muchas ocasiones, con suerte dispar, en el cine, variando sólo el hecho de que el elemento novedoso provenga del pasado, como en este caso, o sea completamente ajeno al lugar en el que irrumpe.

La película, como en tantas cosas, es así, pero no acaba de ser así. El impacto que Jeremie causa en ese pueblo apartado, es real, pero, asesinato al margen, tampoco va a suponer una drástica transformación de lo que allí ocurre. Su deambular por las calles y por el bosque aledaño, espacios absorbentes de los que, más que quedarse, parece no poder escapar, va naturalizando su presencia y convirtiéndolo en un elemento más del paisaje.

Por otra parte, el filme desprende cierto aire a la crítica social en la que Chabrol consiguió sus mejores logros, aunque sólo sea por el contexto francés en el que tiene lugar. La flagelada burguesía en la que se cebó el autor de El carnicero está aquí más desdibujada, pero el ambiente opresivo e hipócrita al que asistimos es perfectamente reconocible. Aunque tampoco aquí la película acaba de cuajar. No parece que ese sea su propósito, y, si lo es, los resultados son bastante magros. En realidad, todo transmite la impresión de quedarse en lo superficial.

El crimen que se produce podría impulsar el relato hacia escenarios con más nervio narrativo, y de nuevo se tiene la sensación de que se desaprovecha esa vía. Más allá de lo inaudito del asesinato, la resolución no introduce ninguna intriga ni genera ninguna tensión. Mentar aquí a Hitchcock sería tomar su nombre en vano.

Tampoco aspiremos a la verosimilitud de las imágenes. El director parece haber optado de manera deliberada por la construcción de un espacio casi onírico, ese lugar al que llega el protagonista, donde las reglas exteriores son secundarias. El objetivo se encuentra en otro lado, y tiene que ver, suponemos, con las relaciones que se establecen entre los distintos personajes, aunque esas relaciones, y ahí está el gran problema, tampoco resulten adecuadamente perfiladas.

La matriz alrededor de la cual se estructura la película parece ser la constituida por el deseo. Real o fingido, temido a veces. Pero ahí acaba todo. Los personajes desean como podrían rascarse la nariz, porque hay un guion que los obliga a hacer y decir cosas que ellos, disciplinadamente, cumplen, pero sin que se transmita ninguna sensación de enjundia en lo que está ocurriendo.

Lo que finalmente emerge es una especie de reflexión teórica sobre las formas del deseo, pero sin que esa reflexión encuentre la encarnación necesaria para pasar de la teoría al cine, del discurso a la obra. La película provoca un estado de extrañamiento que, en según qué ocasiones, puede resultar muy productivo, pero que en este caso conduce más bien a la superficialidad.

Y el último giro de guion parece la consecuencia lógica de este impasse. Agotadas el resto de las posibilidades, antes incluso de explorarlas a fondo, la válvula de escape se espera que provenga del tono de comedia al que se confía en la última parte del metraje. Pero justo en esa decisión se encierra el reconocimiento de sus limitaciones. Como todo el planteamiento teórico no da más de sí, la vía de salida no puede ser otra que la ligereza que concede el estilo humorístico. Una enmienda en toda regla.

Los personajes resultan a cuál más estrambótico. Empezando por el hijo que teme que el recién llegado seduzca a su madre, siguiendo por el inexpresivo amigo que vive apartado y acabando por el cura, siempre presente, autor de reflexiones filosóficas de pacotilla, y que se comporta como se espera de un cura, deseos homosexuales incluidos.

Hay que reconocer que la atmósfera física está bien construida.

A todo esto, los policías encargados de resolver el caso son dignos de Tintín, y nada indica que no hayan estado inspirados en las aventuras de Hergé. Todos ellos contribuyen a la sensación de irrealidad, sin mayor trasfondo, que atraviesa la película.

Hay que reconocer que la atmósfera física está bien construida. Los interiores grisáceos, las calles húmedas y el bosque tupido en el que en todo momento se siente la amenaza de alguien que observa, van creando esa imagen onírica y cerrada en sí misma sobre la que se edifica esta historia, pero, incluso ideas originales, como la confesión invertida, no pueden evitar la sensación de estar desaprovechadas.

En la última Seminci, Misericordia logro la Espiga de Oro a la mejor película y al mejor guion. Sobre la pertinencia del premio mayor cada cual podrá juzgar, pero reconocer el guion nos hace pensar en lo mal que tienen que estar las cosas para que esta película sea merecedora de tal galardón. O, aún peor, por dónde andan los criterios de lo que debiera ser la escritura cinematográfica.

Escribe Marcial Moreno | Fotos Karma Films