Verdad plena

Cuando Tom Doniphon disparó, y mató, a Liberty Valance, Lee Marvin no sufrió ningún daño. Podemos aventurar incluso que entre toma y toma el propio Marvin, muchas veces resucitado, departía distendidamente con John Wayne y James Stewart. La muerte en esta película, y en todo el cine, era una impostura, una representación, una mentira. Los protagonistas de la farsa no la temían, y si por su trabajo pensaban en ella, era para intentar hacer más creíble la ficción. El cine exige suspender el juico durante un tiempo para dotarse de sentido.
Nada de esto le ocurre a Andrés Roca Rey. La muerte a la que se enfrenta el diestro peruano es real. En los ojos del toro («Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», nos anunció el poeta) la amenaza no es una ficción. Es verdad. Esta es una palabra que se repite varias veces en la boca de su cuadrilla. Lo que ocurre en el ruedo es verdad, y lo es en grado sumo, porque nada hay más verdadero que la muerte. No su representación, sino su materialización. No en vano en el lenguaje taurino «la hora de la verdad» es el momento en el que el diestro entra a matar, el momento más peligroso también para él, por cuanto es el único en el que se ve obligado a perderle la cara al toro.
Albert Serra es eso, nada menos, lo que se ha propuesto filmar. Para entender lo que es Tardes de soledad resulta más útil comenzar por lo que no es, y así, a base de renuncias, llegar a lo esencial.
La película no es, ni quiere ser, un blanqueamiento de la tauromaquia. En ningún momento se pretende ocultar sus rasgos más polémicos, más difíciles de digerir. Albert Serra no nos hurta ni un miligramo de crueldad. Al contrario: por momentos parece regodearse en ella. Este rito violento y sanguinario aparece en todo su esplendor, hace imposible mirar hacia otro lado. La muerte del toro, como la violencia sobre él ejercida, es mostrada en toda su crudeza, y queda establecido que aceptar la tauromaquia implica aceptar todo lo que lleva consigo.
En consecuencia, tampoco entra en la recurrente polémica (que no es actual, sino que se remonta muchos siglos atrás, y que cíclicamente va reflotando con más vehemencia) entre taurinos y antitaurinos; sobre la pertinencia o no de prohibir este espectáculo. Cuando se conoció la existencia de este proyecto, lo primero que se planteó fue la toma de postura que iba a adoptar en el debate sobre la fiesta de los toros.
Quien haya acudido a reforzar sus concepciones previas en este campo, habrá salido enormemente defraudado, porque no va a encontrar una tesis que defienda su posición. Ningún asidero firme sobre el que edificar su iglesia. Serra no quiere polemizar sobre la pertinencia o no de la tauromaquia; esa discusión no le interesa en absoluto. A lo que aspira es a adentrarse en un fenómeno fascinante y tratar de desentrañarlo. Dejarse guiar por él es entrar en un ámbito que va mucho más allá de esa toma de postura. Algún caso se conoce de convencidos antitaurinos quienes, reafirmados incluso en sus convicciones, no han podido evitar emocionarse ante lo que la película les muestra.
Tardes de soledad tampoco es una lección práctica para toreros de salón. Quienes esperen ver un recuento de las distintas suertes taurinas, el baile armonioso de un hombre con una bestia que, en el mejor de los casos, para facilitar esa armonía, se comporta casi como un juguete mecánico a las órdenes de una inteligencia que compone con ella una danza impecable, va a salir muy defraudado, pues nada de esto encontrará en la película. No existe ni un solo plano en el que se pueda apreciar la ortodoxia exigida por los puristas; ni uno sólo que recoja a toro y torero por entero y que permita valorar la corrección según los cánones de Cúchares. Albert Serra, su cámara, por contra, fragmenta lo que allí ocurre, lo convierte casi en un lienzo abstracto en movimiento. Vemos fragmentos del cuerpo de uno y otro: las manos, la cabeza, los pies, las pezuñas, una asta, el hocico, una pierna… Y mucha sangre.
El protagonismo no lo tiene lo que haga o no el torero, sino el mismo hecho de enfrentarse con el toro, de enfrentarse con la muerte, una muerte que ronda acechante en todo momento. Ni siquiera el traje de luces puede brillar en todo su esplendor, sino que casi siempre aparece, si no roto, manchado de sangre. Y sin embargo la película posee su propia belleza, la cual no deriva de las posiciones, de los ritmos, de los terrenos. Una belleza que trasciende lo superficial para manar de la verdad que esconde. La belleza de lo verdadero. En cierto modo sería la belleza que contiene el teorema matemático, la cual deriva, no de las grafías con el que está escrito, o de los signos que utiliza, sino de la verdad que alcanza, del camino puro y cristalino hasta encontrarla.

Tampoco asistimos a una lucha de testosteronas. El toro es la fuerza bruta, la amenaza sin parangón, y las primeras imágenes de la película en la que se nos muestran tranquilos en la noche no pueden soslayar su carácter intimidatorio. Frente a ello, el torero dispone de sus armas. A pesar de que en repetidas ocasiones escuchamos de su cuadrilla alusiones a los cojones como el atributo que permite afrontar tan hercúlea tarea, lo que vemos en Roca Rey contradice esa idea. Vemos al matador como alguien frágil, y en semejante fragilidad se concentra el miedo, la responsabilidad y la determinación. Las características físicas de Roca Rey contribuyen a componer esa figura, y la secuencia en la que su mozo de espadas le ayuda a vestirse, la ratifica por completo. El recurso a la invocación divina protectora, o el reconocimiento de que ha tenido suerte en el momento en el que estuvo cerca de perder la vida, componen la figura del ser inerme, que, pese a todo, ha salido airoso del combate.
La película también rehúye todo lo que tiene que ver con las disputas en el escalafón. El protagonista no es tanto Andrés Roca Rey, el torero que consigue movilizar a las masas, quien ha conseguido por sí solo revitalizar una adormecida fiesta, sino un ser anónimo enfrentado a su destino. A pesar de que constantemente sus allegados le están recordando su lugar en la cumbre de la jerarquía taurina, estos elogios parecen no afectarle en absoluto. Su mirada, su mente, están más bien en otro lugar. Es la mirada del hombre comprometido y responsabilizado de su trabajo, la del hombre atento no tanto a la consideración social que le sitúe en relación a otros, sino a la propia concepción que él tiene de su tarea. Antes que ante una figura del toreo, estamos ante un hombre anónimo con una misión a realizar.
Cuando Albert Serra concibió esta película, pretendía mostrar en paralelo a Roca Rey y a Pablo Aguado, desarrollando cada uno su tauromaquia en una especie de díptico que los comparara, hasta que se dio cuenta de que era mejor limitarse al diestro peruano. Hay que reconocer en esa decisión dos aciertos incontestables. En primer lugar, el hecho de reducir a una sola figura el protagonismo. Mantener la dualidad habría implicado introducir la disputa, la rivalidad, y habría hecho que las imágenes se anclaran mucho más en el entorno, en lo superfluo, desatendiendo a lo esencial. Y además acierta al elegir a Roca Rey, por cuando su tauromaquia resulta mucho más desgarrada, frente a la más inclinada al esteticismo del torero sevillano. Para los propósitos de la película resulta mucho más pertinente.

Otros aciertos posee la película, alguno de ellos producto de la casualidad. El director ha declarado que en algún momento pensó hacer una película muda, sin ningún sonido, pero que fue el inesperado encuentro de lo que los micros adheridos a la ropa de los protagonistas le ofrecían, lo que hizo decantarse por el resultado que podemos ver. Semejante material no podía ser desperdiciado. Bendita serendipia.
Lo que se oye es crucial en el filme, y una de las bases más sólidas sobre las que se erige su grandeza. En primer lugar por los sonidos que emite el toro. Con ellos percibimos su fiereza, el peligro que comporta y el consiguiente riesgo que el torero tiene que afrontar. En absoluto silencio todo se habría reducido a un ballet más o menos mecánico, más o menos bien ejecutado, pero no habríamos entendido la realidad de lo que allí está ocurriendo. La realidad, la verdad.
Y tampoco habríamos escuchado a la cuadrilla, la que construye en la película el mito de Roca Rey, y que nos remite a una suerte de sabiduría popular, nacida del alma, sin filtros ni estilos, y que nos lega un puñado de frases memorables, como la que encabeza esta crónica. Sus continuos elogios, la sinceridad de ellos (persisten también cuando el maestro no está presente) van configurando la auténtica dimensión del toreo. Albert Serra lo filma, y la cuadrilla va convirtiéndose en una especie de coro de la tragedia griegas que va puntuando lo que allí ocurre.
Y por último tenemos el público, un público ausente en las imágenes, pero presente en el sonido.

No ofrecer imágenes del público es otro de los grandes aciertos de la película. No sólo, como ha señalado el director, porque tales imágenes necesariamente degradarían la profundidad de lo que está ocurriendo en el ruedo; sería una trivialización que resultaría de percibir actitudes anodinas que en ningún caso estarían a la altura del rito que en la plaza se está celebrando. Todo ello podemos presumirlo como cierto, pero es también secundario. El público no solo puede convertirse en una degradación, sino que es también una intromisión, y sus gritos así lo atestiguan. Roca Rey es un hombre solo enfrentado a una tarea que le aguarda y que no rehúye. Es como aquellos maletillas que saltaban las cercas de las ganaderías para torear desnudos a la luz de la luna. Nadie los observaba. Solo ellos y el toro, cumpliendo una misión, misión que ha sido la misma en toda la historia de la tauromaquia.
Los espectadores con sus gritos, pero también con sus vítores, están mancillando el trabajo del torero. La actitud del maestro raramente es complaciente. No ya en el enfrentamiento con el tendido siete de Las Ventas, al que reta una vez cumplido, con éxito, su trabajo, sino que incluso con los seguidores más rendidos tiene un tono hasta cierto punto displicente. Acepta las muestras de admiración, las agradece en cierta medida, pero parecen no afectarle, no alterar su rutina. El griterío de la plaza es percibido más como un obstáculo que como un estímulo; una presión que desvirtúa lo que en el albero ocurre. No es casualidad que apenas veamos sonreír al maestro, más allá de alguna concesión forzada. Como el título indica, su tarea es una tarea solitaria.
Tardes de soledad, porque no hay otra forma de afrontar la muerte. Frente a ella siempre se está solo, por mucha gente que te rodee, por mucho griterío que te envuelva. Despojada de todos sus aditamentos, esto es lo que queda en la película, la imagen de un hombre que encara la muerte y resulta triunfador sobre ella. Albert Serra nos lleva hasta el extremo, el más recóndito que atesora el ser humano. ¿Qué hacemos con la muerte? ¿Por qué es el final? ¿Podemos vencerla? Roca Rey la afronta cada tarde, y cada tarde acomete la tarea de someterla, con una profesionalidad, además, encomiable, con un sentido del trabajo bien hecho que guía su proceder y aplica sin excepciones (también en las plazas de menos categoría, como le reprochan sus subalternos).
Pero la muerte no se rinde. Encarnada en el toro, el torero la vence, pero tras cada enemigo aguarda otro, otra tarde, otra soledad, otra faena. Porque, más allá de las apariencias, la película muestra el fracaso de Roca Rey, que es el fracaso de la humanidad entera. La muerte no puede ser derrotada. Las batallas parciales ganadas no nos pueden llevar al triunfo en esta guerra.

Valle-Inclán le dijo una vez a Juan Belmonte (lo cuenta Chaves Nogales en su maravilloso libro dedicado al eterno rival de Joselito) que sólo le faltaba morir en el ruedo, a lo que el aludido contestó, se hará lo que se pueda. Y murió, porque la muerte es ineludible, y el toro más peligroso es el que se lleva dentro y siempre nos alcanza. «La vida no vale nada», se escucha en un momento, y es cierto. La vida siempre está en juego. Y, al final, por muchos esfuerzos que se hagan, siempre se pierde. Si somos capaces de hacer con ella algo digno, aunque la pongamos en juego, le habremos dado un sentido. Esa es la verdad radical e insoslayable que nos constituye.
Andrés Roca Rey es el capitán Ahab persiguiendo sin fin a la ballena blanca, su particular némesis; es el hombre enfrentado a su destino; es Sísifo levantando una y otra vez una piedra condenada a rodar ladera abajo, como por otra parte muestra también la estructura formal de la película: un ciclo repetido de hotel-plaza-furgoneta que más que poseer un crescendo narrativo se limita a apuntar la tarea infinita e ineludible del toreo, del ser humano.
Tardes de soledad, en realidad, no es una película sobre la tauromaquia. Ésta no es más que la excusa, el medio, el instrumento para transmitir algo que la trasciende. Cierto que se trata de un medio ideal, sin duda, porque es difícil encontrar hoy en día una actividad que afronte de manera tan radical la realidad de la muerte, que la exponga sin esconderla y que apele de una manera tan profunda a lo que nos hace humanos.
Por todo ello, Tardes de soledad no es una película más, no ocupa un lugar en una jerarquía, no puede ser valorada en comparación con otras. Por eso esta crónica, en contra de lo usual, no va acompañada de un número. Lo que hemos contemplado trasciende cualquier escala.
Escribe Marcial Moreno | Fotos A Contracorriente films