La buena letra (3)

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Memoria, moral y dignidad

Desde que en 2018 debutará en el cine con Cuarto oscuro de una madre –tras la que vendría Los pequeños amores (2023)–, el cine de Celia Rico se ha caracterizado por el acercamiento íntimo a unos personajes femeninos que arrastran heridas emocionales.

La directora sevillana aborda el drama desde la observación, con una cámara introspectiva, que va cociendo a fuego lento el sentir de unos personajes que vemos crecer delante de nuestros ojos.

Para su siguiente largometraje, La buena letra, Celia Rico adapta la novela homónima de Rafael Chirbes. Publicada en 1992, la novela, ambientada en la posguerra, traza un discurso sobre la memoria, la familia y la moral. Un relato visto desde el presente que explora el pasado y se convierte en una metáfora de los tiempos vividos rastreando en sus personajes la culpa y la traición. 

El propio autor revisaría su novela en el año 2000 para eliminar el capítulo final con el propósito de no dejar dudas sobre el pesimismo que destilaba la obra.

Para la adaptación cinematográfica, Celia Rico –que también escribe el guion– simplifica la estructura de la novela para quedarse con aquellos elementos esenciales que giran en torno al drama de una familia, un matrimonio y la relación entre hermanos, circunscribiendo el periodo temporal y acotando el espacio físico a una casa que se convierte en protagonista de la narración. De esta forma, la directora consigue que su universo temático se empaste con el discurso del original literario, sin que en el proceso de reducción se pierda la esencia de la novela de Chirbes o se oculte aquellos elementos característicos que Celia Rico ha ido forjando en su filmografía.

La primera sensación que produce la visión de la película es la tristeza que envuelve a unos personajes fruto de una posguerra donde el conflicto continúa latente perseverado por la represión y la miseria. De una forma sutil, sin acudir a una mostración explícita de los acontecimientos históricos, se traduce el miedo y las consecuencias de la guerra a través de una serie de detalles como son el sonido de los disparos que remiten a los fusilamientos nocturnos en el pueblo o la terrible hambruna, mostrada con la descripción prolija de las recetas confeccionadas con la poca comida existente o el voraz apetito del personaje de Antonio (Enric Auquer). Un ejercicio de elipsis y juego con el fuera de campo –aquello que ya conocemos queda fuera– sin ocultar la realidad de un tiempo duro, un tiempo doloroso y un tiempo de los que pone a prueba valores como la solidaridad, la dignidad y la honestidad.

Pero la tristeza no viene originada únicamente por el contexto histórico de la posguerra. El pesimismo se deriva de todo el sacrificio que termina siendo inútil cuando entra en juego el arribismo y la traición. El punto de vista está fijado en el personaje de Ana (Loreto Mauleón), una mujer casada con Tomás (Roger Casamajor), un vencido de la contienda que es explotado en un trabajo que apenas le permite sostener económicamente a su familia. Ana se desvive por sacar adelante la familia (con su suegra y su hija), a la que tendrán que sumar a Antonio, su cuñado, que ha salido de la cárcel. La presencia de la novia de Antonio y su posterior boda implicará un cambio que revelará la fisura familiar.

Ana es el exponente del sacrificio, una mujer callada que hace del silencio el instrumento para mantener la unidad de la familia; las tensiones, las penurias y las traiciones que se sufren en el entorno familiar son asumidas por Ana sin la mínima estridencia, con una dignidad taciturna que esconde el dolor y el desengaño mediante la rutina diaria del hogar. La casa se convierte en el contenedor del drama –dividido en cuatro capítulos encabezados por el nombre de Ana– que se desarrolla con lentitud pero que va dejando un doloroso poso que termina envolviendo a los personajes en un halo de tristeza.

Enric Auquer, Roger Casamajor y Loreta Mauleón en ‘La buena letra’. Foto: Laia Lluch / Caramel Films

De ahí que la elección estética que propone Celia Rico va en consonancia con ese espíritu intimista donde el silencio se adueña de la escena, siempre focalizado en la mirada de Ana, con un especial detenimiento en los sonidos cotidianos, los gestos y la música diegética, con un uso de la profundidad de campo donde la acción transcurre en ocasiones en un segundo plano o en otra habitación. Un tempo narrativo que deja espacio para la introducción de un tono reflexivo, donde unos segundos aguantando una mirada, un gesto, adquieren un doloroso significado magnificado por el silencio, como podemos apreciar en el demoledor plano que cierra la película.

El pesimismo que trasluce La buena letra se debe a la exposición del sentimiento de la derrota visibilizada por la dualidad de las dos parejas protagonistas. Ana y Tomás, ejemplifican los personajes aferrados a la supervivencia pero conscientes de su pasado, pobres pero capaces de compartir lo que tienen; frente a ellos, el matrimonio formado por Antonio e Isabel (Ana Rujas) –una mujer que está en una posición diametralmente opuesta a Ana– son la representación de la aceptación del pacto, del olvido de la humillación sufrida, de la renuncia a la dignidad. Sin embargo, esta doble cara de la moneda, esta imagen confrontada, está exenta de cualquier tentación de dogmatizar al espectador debido a la concreción del drama íntimo y a un juego con la elipsis que evita caer en el sentimentalismo.

Si la novela de Chirbes se convertía en una reflexión sobre la memoria de la dictadura y el olvido de la transición –ese pasar página–, la película de Celia Rico se centra en la historia con minúsculas, en el drama familiar de unos personajes apegados a la tierra, en el silencio traumático representado por una mujer que encarna también el silencio generacional de todas esas personas (esas mujeres que sostenían el hogar) acalladas por la derrota, por la represión, por la miseria y el miedo, y cuyas consecuencias todavía son visibles décadas después.

Escribe Luis Tormo | Fotos Caramel Films