Buscando a Dory (Finding Dory, 2016)

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Nada nuevo bajo el océano

buscando-a-dory-1¿Cómo reinventar lo que fue una maravillosa road movie bajo el agua, plagada de personajes memorables y de aventuras espectaculares, que guardaba un perfecto equilibrio entre las características reales de la vida oceánica y la disparatada chanza que se le supone a una comedia infantil? ¿Cómo igualar en éxito y simpatía a los tiburones vegetarianos, a los aventureros de acuario, a los pelícanos bienintencionados frente a las estúpidas y voraces gaviotas, a los superorganizados bancos de peces o a las longevas tortugas?

La respuesta es: de ninguna manera. No se puede. Y ha sido una pez-payasada intentarlo.

Queriendo emular su éxito, este spin off ha mantenido muchas de las estructuras cinematográficas de su predecesora, pero paradójicamente ha malbaratado los mejores hallazgos de la misma, elaborando un producto técnicamente muy detallado e incluso mejorado —aunque había poco que mejorar en Buscando a Nemo— en sus texturas, fondos y personajes humanos, pero enormemente pobre en inventiva y lo que es más grave, en verdadera emoción. Vayamos por partes.

Era notable en Buscando a Nemo la idea de realizar una ocean movie basada en la búsqueda por parte de un padre de su hijo secuestrado por humanos, a través de los continentes mediante la fuerza de arrastre de las corrientes oceánicas. Había en ella, como he sugerido, un exquisito equilibrio entre lo que se supone hacen los animales en su estado natural (tener memoria de pez, albergar instintos depredadores y gregarios, desarrollar sinergias e inmunidades) y en la manera de convertir esto mismo en un recurso dramático y humorístico. También disfrutábamos de una saludable mesura en lo que respectaba al drama y a la comedia (poco de aquél, mucho de ésta) y en el reparto de tiempos y acciones en lo que correspondía a cada una de las líneas argumentales (la vida de Nemo por un lado y la de su padre por otro).

Había poco que objetar en su conclusión y en sus personajes, algunos memorables como la desmemoriada Dory o como Bruce, el tiburón vegetariano. Pixar parecía haber encontrado, merced a este agradecido balance, la fórmula del éxito… y quizá pensaron que les bastaba con repetirla.

Pero he aquí que con Buscando a Dory lo único que han repetido ha sido el esquema (exactamente el mismo esquema) y se han olvidado de la magia, ese intangible secreto de éxito.

Porque una fórmula repetida no garantiza sino el aplauso de los conformistas —algo parecido a lo que ha sucedido con la «nueva» entrega de Star Wars— y una plaza reservada en los últimos asientos del furgón de cola de las sagas cinematográficas arruinadas por su secuela.

Buscando a Dory no es en conjunto una mala película, pero comienza muy mal, haciendo que el personaje principal se vuelva antipático y cargante, trasladando esa sensación de amiga pesada que no nos deja tener la fiesta en paz y que se apunta a todo lo que hacemos sin darnos respiro ni sosiego.

Continúa peor, mostrando la infancia de Dory para acentuar un tono dramático-familiar que Buscando a Nemo planteaba en una sola escena —la de la barracuda—, durísima pero solvente, que explicaba toda la obsesión de Melvin y la osadía de Nemo en un golpe maestro.

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Y acaba desarrollándose de un modo anodino, en el que ya sabemos qué va a suceder —aunque ignoramos en principio cómo— y donde sólo tenemos la esperanza de encontrarnos con «gente» que nos haga un poco llevadero el trayecto.

Como hemos dicho, Buscando a Dory plantea la misma estructura que su predecesora. La diferencia es que Buscando a Nemo resolvía este trayecto muy bien, no sólo porque era la primera vez que se hacía, sino porque contaba con un nutrido elenco de personajes secundarios que, al margen de la acción principal, constituía una bien trabada salsa de pequeños hallazgos geniales, que distraían al respetable de ese intuido e inevitable destino final.

Sin embargo, todos esos hallazgos de la primera entrega, aquellos que constituían la magia, quedan aquí muy difuminados. Hank, el pulpo de siete tentáculos —circunstancia que por cierto se debe a un error de los dibujantes que luego hubo de solucionarse en el guión— el sobrevenido guía de Dory en esta nueva entrega, no llega a convertirse en el carismático protagonista que debiera ser: aparece y desaparece a lo largo de la película y uno no llega a empatizar con él porque sus intenciones no parecen claras en un principio; no sabemos si es un aprovechado o simplemente un ser desconfiado y solitario. Y aun siendo de estos últimos, tampoco acabamos de tener claro por qué deberíamos fiarnos de un tipo así.

Hank atesora, por otro lado, una serie de características que lo hacen casi un superhéroe de cómic: es capaz de mimetizarse con cualquier objeto, saltar como Tarzán o hasta conducir un vehículo, y ello, en contra de lo que pudiera parecer, no ayuda al personaje, porque estas habilidades sobresalientes eluden construir con detalle un carácter —el de un gruñón que en realidad es un buenazo con varios corazones— que le hubiera hecho —ya puestos— merecedor de su propia secuela. Pero lo verdaderamente importante es que estas características restan credibilidad a un filme que ha roto todas las convenciones de su antecesora.

Y esto es así porque antes, los animales —dentro de sus innegables limitaciones— eran capaces de realizar hechos portentosos, pero para ello se servían de características reales: las corrientes oceánicas, el chorro de una ballena, la habilidad para atascar un purificador de agua, la fuerza que se desarrolla nadando todos juntos y en el mismo sentido… Mientras que aquí son capaces de conducir vehículos a motor, tener una «visión a distancia» casi paranormal o saltar grandes espacios violando todas las leyes de la física.

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La situación a la que nos enfrentamos es a la de total suspensión de la incredulidad, cosa habitual en filmes fantásticos, pero que no era la propuesta original de Buscando a Nemo: un adulto podía ver esta película pensando que la situación que se daba en pantalla era virtualmente imposible, pero era capaz de encontrar —y esta era la manera correcta de entretener a un adulto que ya no se sorprendía de nada— una hábil conexión con la realidad. Al espectador se le pide ahora que crea en algo absurdamente imposible, y con ello se ha perdido la capacidad para engancharlo, mostrando simplemente una película de animales con superpoderes en la que todo puede suceder y nada es ya sorprendente.

Cuando estos excesos (súper) antropomorfizantes vencen a la propia naturaleza animal, paradójicamente la magia se pierde, y eso —además de su esquema reiterativo—, es lo que diferencia a la primera entrega de la segunda.

Buscando a Dory vuelve a plantear una serie de encuentros y encontronazos, de situaciones irresolubles a las que se encuentra solución, de viajes fantásticos al sobrecogedor fondo marino —mucho más rico ahora en su variedad y matices, sin que los dibujantes hayan querido eludir la contaminación de las costas— y de redescubrimiento de la amistad y los lazos familiares. Todos ellos son motivos para contemplar una película atractiva en lo visual y simplemente aceptable en lo argumental. Pero eso es mucho menos de lo que le pedimos a la habitualmente original y mordaz Pixar.

No siendo Buscando a Dory objetivamente mala, no está ni mucho menos a la altura de los clásicos de la compañía del flexo. Tampoco lo está Piper, el corto precedente a la película, que no posee el humor y la frescura de otros, aunque tampoco llega a los extremos de ñoñería de Lava que acompañaba a Del revés.

No sabemos si este gusto por la ñoñez es una tendencia —la ya señalada disneyzación de Pixar— o es sólo un accidente. Lo que parece claro es que este no es el camino que estábamos acostumbrados a seguir de la mano de los chicos de Lasseter. Quizá los responsables de la productora puedan echarnos una mano, con una tercera entrega de esta saga que se llame Buscando a Pixar  

Escribe Ángel Vallejo

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