Onward (Onward, 2019)

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Roles modernos

onward-0Domingo 8 de marzo de 2020, gran estreno de Pixar en una sala de cine vacía. Pese a lo que se ha dicho, la gente ha sido prudente y no acude a espacios cerrados de afluencia masiva. Podemos disfrutar de una película infantil sin gritos de niños ni ruidos palomiteros. Todo apunta a una sesión memorable. Pero no acaba exactamente como se esperaba.

El problema fueron las expectativas, sin duda: casi siempre y con muy contadas excepciones, Pixar ha significado calidad y entretenimiento transversal por edades e intereses, pero esta vez ambos parámetros han decaído hasta los mínimos tolerables para la marca: Onward no es una mala película, pero no alcanza los estándares de Pixar. Pasará sin pena ni gloria por la historia de la animación, aunque cumpla sobradamente con su objetivo de entretenernos por un rato.

Onward plantea un escenario original, un buen punto de partida: la magia parece haber desaparecido, sustituida por la tecnología, en un mundo en el que los vestigios de aquélla se encuentran diseminados y ocultos, aunque no por ello erradicados. Latente, la antigua mítica sólo espera ser despertada por una fe ciega y una voluntad férrea, características que sólo unos pocos poseen.

Aquí entra en juego la caracterización de los personajes principales, dos hermanos adolescentes con muy diversos intereses y aspiraciones, que deberán aunar sus esfuerzos —el desarrollo de aquella fe y aquella voluntad— para alcanzar el logro común. Cada cual tiene sus peculiaridades, y esto hace que nos hallemos frente a un típico juego de rol, eso sí, ambientado en la sociedad moderna.

Está bien planteada la injusticia natural de dotar al menos interesado en la magia con la capacidad taumatúrgica que la que el devoto carece. Con ello se consigue que el público simpatice poco a poco con el supuesto personaje secundario, el no ungido que ejerce de maestro teórico del aprendiz descreído.

Esta técnica no parece inocente, porque poco a poco va construyendo un relato que adquiere todo su peso en las escenas finales, para otorgar protagonismo al verdadero héroe de la película. Tampoco es novedosa, porque la obra mayor de J. R. R. Tolkien ya la ensayó con el personaje de Sam. Sin embargo es una técnica difícil, y tenemos el ejemplo de la adaptación cinematográfica de El señor de los anillos de Peter Jackson, donde el neozelandés no supo trasladar la idea de que tanto el desquiciado villano como el fiel escudero eran en realidad los cooperadores necesarios y verdaderos héroes de la culminación de una aventura que mostraba la decadencia de una época y un mundo en el que los grandes héroes estaban llamados a desaparecer.

Dan Scanlon, director de otra película menor de Pixar —Monsters University— sí ha sabido trasladar esto a la gran pantalla. Sin embargo, la mayor parte de los personajes que completan el elenco no están bien construidos, y deslucen un tanto el conjunto: se tiene incluso la sensación de que algunas líneas argumentales conducen al vacío, o tienen nula relevancia en la historia. Otros personajes aparecen desaprovechados, como esas sorprendentes hadas motoristas que constituyen un hallazgo sólo parejo al de los unicornios callejeros que hurgan en cubos de basura.

Pero la paradoja es que la excepción a este defecto constructivo es precisamente el único personaje que aparece a medio hacer: la materialización mágica incompleta de uno de los protagonistas hace que sólo contemplemos sus piernas durante casi todo el metraje; no tiene una sola línea de diálogo, pero dice mucho sólo con sus gestos. Parece mentira también, el juego humorístico que pueden dar un par de piernas.     

En el aspecto narrativo, cabe acusar a Onward de exceso de linealidad: no podría ser menos en una especie de juego de rol trasladado a la pantalla, pero se echa en falta alguna ruptura mayor, algún recurso dramático no rutinario, un «evitar el camino más fácil» que sugieren los propios personajes de la película en más de un momento. El porqué de la decisión de Scanlon de no romper los renglones de la escaleta es un misterio, cuando parece claro que como realizador es capaz de lograr una culminación poéticamente satisfactoria.

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Sin embargo, hay, como en muchos juegos de tablero, una necesidad del retorno al origen que aquí se halla muy bien plasmada: una circularidad autoconcluyente, un viaje reflexivo que ha sido necesario para ver lo que siempre tuvimos delante de las narices, una culminación intensa —muy bien lograda, verdaderamente emotiva— que vincula de nuevo los lazos rotos por y mediante la ausencia.

Onward parece, en fin, darnos una de cal y otra de arena: despega con un planteamiento genial, pero no parece ser capaz de sacarle todo el jugo; tiene personajes originales, pero otros son un claro arquetipo; ejecuta con solvencia una pirueta narrativa, pero se muestra lineal en los trazos mayores; entretiene, sin duda, pero no será capaz de pasar a la historia.

Puede que todo esto se deba a que el gran estreno de Pixar en 2020 sea Soul, esperada para el próximo junio, y no Onward. No me alcanza la memoria para recordar si la productora ha estrenado más de una película por año alguna vez, pero quizá sea necesario señalar que lo bueno debe madurarse.

Dos estrenos con tres meses de diferencia quizá sean demasiado pedir a un estudio que acostumbraba a entregar una película cada dos años. Pixar no debería seguir los pasos de Disney aquí, queriendo romper la taquilla dos veces por año. Lo bueno también debe hacerse esperar.

Escribe Ángel Vallejo

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