Bienvenido, Mister Marshall (1953) de Luis García Berlanga

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Del imperio austrohúngaro al Plan Marshall 

Bienvenido_Mister_Marshall_1No es posible acercarse al cine, y a la casi siempre demostrada eficacia y solvencia moral, política y social, de Luis G. Berlanga sin hacer mención, diría que obligada, al Imperio Austrohúngaro y a las consecuencias, terribles y beneficiosas, entre otras, que ha tenido para nosotros “su desmembración”, que nos ha llevado al mundo tal y como lo conocemos, y diría que lo vivimos.

Si vamos al principio, en una acomodada familia valenciana, hacia el 12 de junio de 1921, sabemos que tuvo lugar su nacimiento. De primeras, claro, no sabía, no conocía nada; feliz el autor de ocuparse de las prerrogativas para soltar la imaginación al libre albedrío y no darse por enterado de lo que no fuese crecer, alimentarse y dormir soñando futuras imágenes y algarabías, que pretendían dejar en nada a las fallas de aquellos años, y unos incansables e insistentes principios eróticos, que espacio y tiempo confirmarían.

Todo empezó a intuirse, o a forjarse en el hipotálamo, vaya usted a saber, cuando decidió conocer de primera mano, empezando por los pies, lo que era en verdad, en 1940, ese frente ruso, que estaba más allá de los imperios estudiados. Se olvidó de la Facultad de Letras de la Universidad de Valencia y se fue para regresar con mucho más que lo puesto. Ya tenía el tema, y los derivados, de sus andanzas, aventuras, desplantes. Atrás dejaría sus pinitos de pintor. Y con Pabst, en un cine-club valenciano organizado por él, se aficiona al cine.

Y las aventuras empezaron, puntualmente, en 1947, al ingresar en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas: nuestra flamante escuela de cine, la  IIEC, albergue de gente de talento, y de algunos disidentes, que allí podían expresarse con bastante libertad. Fue la primera piedra que iniciaría el Imperio Austrohúngaro. Si antes ya lo tenía concebido, eso parece atestiguar Berlanga cuando planta fallas en la Plaza del Caudillo, ahora ya no cabe duda que el futuro se muestra en el éxito que alcanza con su primer largometraje.

¿Por qué el Imperio Austrohúngaro? De las explicaciones a considerar, ninguna tan valiosa como la sugerida por la naturaleza de una dictadura pertinaz, fraudulenta, ominosa y frustrante, que no permitía un mínimo de conciencia humanista y comprensiva para con los semejantes y sus problemas. Ante la cotidianidad de falta de libertad y de opresión ideológica y moral —sobre todo por la contranatural alianza que consintió, diríamos que hasta con complacencia, la Iglesia Católica—, había que ir más allá del presente.

El Imperio Austrohúngaro justificaba sobradamente las salidas de tono, la ironía cotidiana, las pulsiones hirientes, dirigidas a esas fuerzas vivas, y muertas, que querían controlarlo todo, para que nada se les escapase a su furibunda asunción de ser más dictadores, siniestros y caciquiles que el Dictador que lo había impuesto, con la bendición eclesiástica, como queda dicho; y la historia demuestra.

El Imperio Austrohúngaro era la coartada, bien eficaz —el tiempo lo ha demostrado—, para atacar y vilipendiar a todas esas “fuerzas del orden” que solamente querían perpetuarse por los siglos de los siglos, amén, en el régimen nefasto en el que todos fuésemos mansos corderitos de unas tierras agonizantes, sojuzgadas, esquilmadas por esos voceros biempensantes y bendecidos, que únicamente buscaban, y aún buscan sus descendientes, ser los amos en todo y para todo.

La ilusión llegó, de forma inesperada, en la persona de Lolita Sevilla, para hacer una película folklórica que fuese un éxito. Entonces se unieron el talento y la perspicacia para burlar a la omnipresente censura y ofrecer una obra única, que gana con el tiempo en sus planteamientos y consideraciones.

Una historia de ida y vuelta

Bienvenido_Mister_Marshall_6Campos y carreteras sinuosas, un pequeño autobús que se va acercando; y todo en blanco y negro, como si una suave melancolía, que se insinúa en la planificación, y la música, quisiera dominarlo todo. Y cuando el autobús se adentra en Villar del Río, y por fin se detiene en la plaza, tomamos conciencia: esas imágenes están dirigidas a nosotros para que nos percatemos de que la historia que nos van a mostrar nos pertenece, desde las enseñanzas de la señorita Eloísa, las afirmaciones del médico sobre su aparato “para demostrar la trayectoria balística de las perdices”, hasta la elocuencia del alcalde para hacerse entender por todos.

Es el momento de la apoteosis: “Os recibimos, americanos, con alegría… ¡Olé mi madre, olé mi tierra y olé mi tía!”. Aparte de los brindes por Virginia y Michigan, el “aeroplano de chorro libre que corta el aire” y “los rascacielos, bien conservados en frigidaire”, está esa suerte de pulsión histórica —o cómo queramos llamarla— ante lo que nunca acontecerá, como queda de manifiesto cuando la comitiva americana casi arroya a Pepito —el sabelotodo de la clase— que, pergamino en mano, lee sin que nadie le entienda, perdiéndose la tan ansiada llegada en lejanías no especificadas.

Posiblemente éste sea uno de los momentos culminantes de ¡Bienvenido, Mister Marshall!, con todo el pueblo festejándose a sí mismo —cosa que sabemos hacer muy bien los españoles— y demostrando que vivir es lo que importa, más que nada porque el futuro anunciado por el alcalde y Manolo, el representante de “la máxima estrella de la canción andaluza”, les parece un sueño lejano, y que bien podría transformarse en pesadilla determinante: algunos de los sueños que tienen sus personajes, parecen atestiguarlo.

Todo viene con la confusión —¿intencionada?– del delegado y sus acólitos, que siempre dicen Villar del Campo, y que el alcalde no para de corregirles: “del Río”. Momento que enlaza con la primera canción de Carmen Vargas —una natural y sencilla Lolita Sevilla—: “Del río, del río vengo… Adivine usted de cuál…”. Y es como si esa confusión apresurase el Plan Marshall para que nunca llegue, y que sintetiza de manera rotunda el alcalde cuando le dice al delegado y los suyos —estupendísimos José Franco, Manuel  Alejandre, Rafael Alonso y José Vivó— aquello de que “todo está en orden, lo mismo el ganado de trigo que la cosecha de corderos”…

El planteamiento, unos treinta primeros minutos inmejorables, lleva en sí la clave de una broma tan inocente y versátil como cáustica, que se acentúa cuando los preparativos para recibir a los americanos —“¡Indios!”, exclama don Luis, el hidalgo, y nadie mejor, ni más acertado, que Alberto Romea para interpretarlo— se pone en manos de Manolo —con la cabeza y el corazón en la mano, que ya es, ¿estuvo alguna vez mejor Manolo Morán?– que como buen representante de artistas ha de saber engatusar y encauzar, todo con las mejores sonrisas y las más nobles intenciones y propósitos, para que la comedia sea un éxito.

Cuando el alcalde cita a las fuerzas vivas, y en esa reunión —otro de los momentos culminantes— cada uno explica su posición de cómo y qué cosas habrán de hacerse para recibir a los americanos, sobresaliendo la del médico —maravilloso y elocuente Félix Fernández— por su disertación científica en torno a la “iridiscencia lumínica” que hará que el chorrito de la fuente salga en los colores del arco iris. No toman decisiones y es cuando el alcalde decide hablar con Manolo.

Y tiene lugar la que podría ser la más austrohúngara secuencia de esta película ejemplar: la charla del alcalde con Manolo y Carmen Vargas en el camerino de la estrella. A todo lo que anuncia, pregona y afirma Manolo sobre su conocimiento de las costumbres de los americanos, que en el fondo son tan nobles como niños, pide a “la niña” que lo confirme. Y ésta, con una pasmosa sencillez desarmante, contesta con tres palabras: “¡Ozú!”, “¡Vaya!”, “¡Digo!”. Y el alcalde, “este higo chumbo” —en palabras de “la máxima estrella”—, queda convencido ante elocuencia tan elemental.

Antes del acontecimiento, y en vista de los buenos augurios, se pregona —impagable Joaquín Roa como pregonero: “No me faltéis ninguno, cuidao”— para que acudan todos vestidos de andaluces; y después del ensayo, van a considerar que pedirán a esos señores que se presentarán tan generosos. La parte de los sueños —salvando los excelentes planos del paracaídas con el tractor y que la Vargas diga “aunque estoy en Arizona, por flamenco cantaré”— se han quedado un poco rancia, como si la voz en off que los pregona sonase artificial, como si no pudiese conectar adecuadamente con el espíritu y la malicia de la película.

La voz en off —que Fernando Rey hace como nuestra, aunque oída hoy parezca lejana y caduca— tiene su momento glorioso al presentar a los habitantes de Villar del Río, y sí tiene nostalgia al despedirse con ese “Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado”, porque en sí misma encierra el sucesivo paso de las secuencias, y las ideas que nos han servido para ver que el mundo es un engaño y que debemos ser cautos en nuestras decisiones.

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Después de varias localizaciones por los alrededores de Madrid, y como por coste no se podía rodar en Andalucía —eso decían los productores—, se eligió Guadalix de la Sierra, cercana a la capital, pese a que tuvieron que construir la fachada de la iglesia y la fuente para el inefable “chorrito epiléptico” que nunca existió. Y sirvieron, con eficacia, algunos alrededores, logrando ese ambiente que respiran las secuencias de exteriores: son casi exactas al mostrar la realidad circundante, muy de aquellos días del Plan Marshall.

Y a resaltar la cuidada utilización, y matización, de los campesinos, a veces con ese aire de dejadez, tan propio de Berlanga, como fiando de la naturalidad, que les proporciona esa soterrada improvisación, aunque hayan aprendido las líneas de guión que les corresponde. Así, tanto en la presentación de los habitantes “vestidos de andaluces”, como en las peticiones, se manifiestan con un don sin doblez, real y no contaminado, podíamos decir.

Al llegar a este punto hay que manifestar que ¡Bienvenido, Mister Marshall! no creo que hubiera sido posible sin la antológica, magistral y cabal interpretación de José Isbert, que en cada una de sus apariciones trasmite una naturalidad tal, llena de sobriedad, y una eficacia rayana en el portento, que abarca desde su “como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación, y como os la debo, os la voy a pagar”, y vuelve a repetirse ante la impotencia de Manolo, hasta ese gesto afectivo y socarrón al despedir al señor Delegado; y sus confusiones intencionadas y sus miradas ingenuas, con un toque perverso y de estar al cabo de la calle de todo… De no estar José Isbert, no hay duda, sería otra película.

Nombrar, igualmente, la eficacia y el pundonor de la maestra, la señorita Eloísa, que Elvira Quintillá le da todo un encanto, y saber estar, en cualquier instante. Y decimos lo mismo de Luis Pérez de León, don Cosme, el mejor cura párroco existente, con sus afirmaciones, cuando la maestra dice, refiriéndose a los americanos que son “los mayores productores…” y don Cosme continúa “de pecados, con millones de toneladas anuales” y habla de los divorcios masivos y los miles y miles de protestantes que llenan aquel país; y sus angustias cuando comparece, en sueños, ante el Tribunal de Actividades Antiamericanas.

Es decir, que el tiempo ha dado la razón a quienes gestaron ¡Bienvenido, Mister Marshall!, principalmente sus guionistas, Bardem y Berlanga, con el desarrollo de la historia y los diálogos, incluidos los de Miguel Mihura, para que al verla hoy tengamos la sensación de que parece rodada por Berlanga hace unos días, que sus postulados siguen válidos y que sus conclusiones, no sólo resultaron atinadas y consecuentes en su momento, sino que se proyectan, a través de nuestro presente, en este futuro de crisis y aprovechamientos varios. Por supuesto, todo envuelto por el aura indescifrable del mencionado Imperio Austrohúngaro.

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Cincuenta años después

Españoles, como Caudillo vuestro que soy, os debo una explicación; y esa explicación que os debo, os la voy a pagar; porque, como Caudillo vuestro que soy…”. Sí, es un acertado e impagable remedo del discurso del alcalde de Villar del Río, y la voz, totalmente adecuada, está unida a sus gestos ante esas “multitudes” de siempre en todas esas “Plazas de Oriente” de siempre.

Que así da comienzo una falla plantá en 1952, en la Plaza del Caudillo de Valencia, y que en 2002 Berlanga organiza su cremá, porque, como añade el Caudillo, “una vez liberados del yugo del Imperio Austrohúngaro”, es necesario someterse a los americanos “que han llegado para quedarse entre nosotros”.

El sueño de la maestra, la buena de la señorita Eloísa, aquí incorporada por Luisa Martín —muy bien, por cierto—, hace hincapié en enseñar los formas inventadas, y hasta diríamos que patentadas, para ejecutar a todo ser humano que haya cometido un desliz, del tipo que sea; o porque nos resulta molesto. Van desde la lapidación, la más antigua, como atestigua ella, hasta la silla eléctrica, el invento que nos han traído los americanos, pasando por nuestro orgullo nacional: el garrote vil.

Todo el cortometraje rezuma ajuste de cuentas con ese pasado-presente, en una clave irónica que no deja títere con cabeza, y hasta con nombres, y apellidos. ¿Quién es el ahorcado? El bueno de Florentino (Soria), director que fue de la Filmoteca Nacional. Y entre los alumnos encontramos a García Sánchez (José Luis, claro), al que reprende; y a Gutiérrez Aragón (Manuel, naturalmente), al que dice que está indultado, y si no se calla le manda fusilar, “igual que hizo mi padre con el suyo”.

Lo mejor le está reservado a Rafael Azcona, al que manda a la silla eléctrica porque siempre se está riendo, porque es un ignorante… Es como la demostración del sarcasmo, fruto de una amistad de guionistas que pueden hacerse sombra, porque disfrutan juntos: mejor homenaje, imposible.

Y a continuación nos ofrece una imagen-idea tan rebosante de optimismo como de maldad erótica: la señorita Eloísa queda embarazada de la coca-cola, “la chispa de la vida”, que le ofrece un sonriente Santiago Segura, que saca de un “frigidaire”, regalo de los americanos.

Como la señorita Eloísa no puede haber pecado, y se siente indigna —además, tiene clítoris, y eso no sirve para nada, como le ha dicho a sus alumnos—, reclama que la quemen en la hoguera, para purificarse, y que al hacer fuego los alumnos, estalla como la bomba de Hiroshima. Y mientras pasan los títulos de crédito se entona la canción La pena de muerte, tan adecuada como irónica y que sirve de mortífero final —por descontado— a esta producción sin par —una falla, la califica Berlanga—, imposible en manos de Enrique Cerezo P. C., pero que felizmente existe: ¡quién se lo hubiera imaginado!

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Epílogo breve

O sea, que El sueño de la maestra es el adecuado y más que digno colofón de una de nuestras películas imprescindibles, porque siempre será referencia obligada en la particular, y general, historia de nuestro cine; y del nuestro propio, ese que nos divierte,  estimula, complementa y enseña.

¿Hacemos una lista de agradecimientos? Bueno, pues desde Uninci, la productora de los años cincuenta que tantas penalidades pasó, en más de un sentido —Ricardo Muñoz Suay, ayudante de dirección en ¡Bienvenido…!, hubiera podido atestiguarlo—, hasta la idea y guión de Bardem y Berlanga, y la fotografía de Manuel Berenguer, y la música de Jesús García Leoz, y las aportaciones de Miguel Mihura; y saber darle la  vuelta al invento de Lolita Sevilla, con insinuantes canciones de doble sentido y que ahora nos suenan divertidas.

Sin embargo, los mayores merecimientos los tiene el Imperio Austrohúngaro, porque sin su existencia y tenacidad no hubiéramos podido disfrutar ni del “chorrito epiléptico”, ni de esos actores en estado de gracia, ni de la voz en off de Fernando Rey —faltaría más—, ni del encanto y la miseria de unas gentes viviendo sus esperanzas y, sobre todo, del “Porque yo, como alcalde vuestro que soy…”.

Gracias ¡Bienvenido, Mister Marshall!; enhorabuena, Luis G. Berlanga.

Escribe: Carlos Losada


Este artículo se publicó originalmente en Encadenados en octubre de 2010, dentro del monográfico dedicado a Luis García Berlanga

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