De la pobreza en el cine como una de las bellas artes
Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951) y Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956)
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Y si la pobreza no está considera así, como una de las bellas artes, debería estarlo. En los tiempos que escribimos estas líneas, es algo más que una de las bellas artes. Lo es por excelencia, exclusión hecha de las demás. ¿Desde cuándo está más valorado un cuadro de Rubens, Picasso, Goya, Cézanne, Monet, Velázquez, El Greco, Van Gogh —entre otros—, que el cuadro de los desahucios, con suicidio incluido, que nos muestran las televisiones?
Odiosas comparaciones aparte, está el hecho real, y que a muchos puede herirles el bolsillo, de que la pobreza es el desencadenante de muy notables y excelentes películas, la mayor parte ya comentadas a través de este Rashomon. Ahora mismo es la expresión más cabal de adónde nos han llevado la codicia de los mercaderes y la ineptitud de tanto político presuntuoso y enriquecido: podemos emular las gestas del tío Jacinto, capeando la miseria, y los surcos, sinuosos e impunes, del “Chamberlán”.
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Hoy, ni siquiera llegaríamos al madrileño metro de Lavapiés para forjarnos un futuro a base de esfuerzo y buen semblante. Manuel (excelente José Prada) y los suyos, con las mínimas pertenencias que traen del campo, van a casa de una parienta, situada en una corrala, abarrotada de chiquillería, para abrirse camino en la gran ciudad. ¿Qué esperan conseguir?
“Aquí, o se gana dinero, o le pisan a uno”, les recuerda la seductora Pili (que María Asquerino matiza muy bien, consiguiendo uno de sus grandes éxitos). Dicho y hecho: todos salen a conseguirlo. Y ahí empieza la real exhibición de miseria, desde la visión del rastro, los tranvías, las afueras, los guiñoles; hasta la propia oficina de colocación —“de 9 a 12’30”—, la incipiente fábrica de fundición, y el contrabando y estraperlo en una época que se prestaba ideal para que medrasen el “Mellao” (insuperable Luis Peña) y la arrogancia sin escrúpulos del que todo lo domina, el “Chamberlán” (una portentosa creación de Félix Dafauce), incluso en medio del humo del tren que le sirve de tapadera.
Los demás son los perdedores de toda película que se precie: Pepe (preciso Francisco Arenzana), a pesar de su experiencia en la gran ciudad; su hermano Manolo (notabilísimo Ricardo Lucía), que se queda con los guiñoles; y a una Tonia (impresionante debut de Marisa de Leza) que desea triunfar en el baile y la canción —canturrea Cuando pasa el amor— y debuta —casualidad— en un típico del teatro La Latina, Fiesta en el barrio, en medio del jolgorio de los mozos contratados por el “Chamberlán” para que fracase y se vaya con él…
Vista ahora, sin anteojeras, sabemos del esfuerzo de Nieves Conde para acercarse al neorrealismo italiano, capear el vendaval de la censura, sobre todo la eclesiástica —¿qué es eso de que el “malo” quede sin castigo?—; y, eso sí, contar con el apoyo de José Mª García Escudero, nombrado, en el verano de 1951, director general de Cinematografía y Teatro, y que tanto bien hizo al cine español, aunque algunos cuestionen hoy su importancia, como ya lo hicieron entonces quienes le nombraron.
Surcos es un modelo cinematográfico que casi no tuvo continuidad, más en la expresión y denuncia social, pese a la censura, que en las imágenes; si bien se agradecen sus planos naturales, sin encuadres rebuscados, mostrando la realidad de una España que cuestionaba oficialmente su pobreza y carecía de la más que necesaria e imprescindible libertad de expresión. Viéndola, podemos decir que, “Cuando pasa el amor”, la pobreza esconde su arte.
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A los sones del organillo, Ladislao Vajda ha conseguido una de las películas que mejor ha resistido el paso del tiempo: 56 años. Y si en su estreno algunos dijeron que pretendía ser una continuidad de Marcelino, pan y vino para que fuera otro éxito, visto está, y demostrado, que se equivocaron. Mi tío Jacinto ni es sensiblera, ni es la continuidad de nada. Es la demostración del talento de Vajda en el manejo de unas imágenes que se conjugan, de manera excelente, con la historia que nos cuenta.
Y sin escamotear detalles, desde la lluvia que empapa a Pepote (Pablito Calvo con una malicia tan inocente como natural), hasta ese asno que se revuelca en la hierba cuando pretenden torearlo, pasando por la recogida de colillas frente a la plaza de toros de Las Ventas; poniendo Pepote los relojes en hora por la zona de El Rastro; esa sonrisa complaciente de la vendedora de sellos (entrañable Pastora Peña), o la pobreza compartida de unas gentes para quienes pedir un anticipo era conducirlos al paro —ya ven los mercaderes de hoy que les brindamos ideas—.
La historia de Jacinto (excelente, lleno de matices, Antonio Vico) no es que sea patética, es realista y acorde con la época —principios de los 50—, y muestra a dónde se llega cuando nunca fuiste una primera figura del toreo, y estás en una etapa donde, aunque no vale todo —una charlotada que le proponen—, sí tienes que adaptarte a los pequeños negocios de los que nada sabes. Y te vas refugiando en los cafés de entonces, donde te conocen y te fían, y casi más por lo bien que les cae tu sobrino.
Pepote también hace por la vida, aunque a veces su tío le regaña —cuando se encuentra con Paco, el timador (un joven y natural Miguel Gila), que le pide ayuda para engañar a los señoritos haciéndose pasar por su hijo, diciendo, compungido, que tiene hambre—; otras veces le comprende, los relojes en hora; y, sobre todo, ayudando al organillero (estupendo Julio Sanjuán), con matices sutiles de quién engaña a quién; y esas miradas cómplices con los camareros y hasta con su tío.
Todo para desembocar en la charlotada en sí, que tiene lugar en Las Ventas, con un aguacero que hace aún más angustiosa la situación de Jacinto; que decide entonces ponerse el mundo por montera y que en unas imágenes únicas, entre surrealistas y patéticas, llevan a Jacinto y Pepote, caminando, a quedar ambos atónitos por la impresionante estocada que Jacinto logra con su paraguas, ha dejado de llover, clavándolo en un árbol: es un homenaje a su mundo desaparecido.
Antes le vimos cómo conserva su dignidad de pobre en esos negocietes de poca monta, pero que sirven para ir subsistiendo. Sobre todo haciéndose un timador más, vendiendo relojes de estraperlo, proporcionados por Sánchez (el siempre inefable y natural Pepe Isbert), de los que tendrá que responder en una de las comisarías de aquellos años, donde le va a buscar Pepote y se enfrentan al inspector jefe (incomparable José Marco Davó).
Por no hablar de sus correrías con las guías telefónicas, entre el restaurador y su compinche (realistas y sutiles Paolo Stopa y Walter Chiari), y agradeciendo, sin manifestarlo, a quienes le ayudan: véase su paseíllo en Las Ventas para la charlotada. Sin olvidar su descarga de sacos —único punto de la película donde hay falta de ritmo—, o su pasividad ante el lugar inhóspito donde viven.
Todo para configurar una más que notable aportación al realismo cotidiano, del que tan escasos andábamos por estos lares —diría que aún andamos—, y que Ladislao Vajda supo plasmar en Mi tío Jacinto con sobriedad y una elocuencia que hoy nos demuestra su valor: el cine es un testigo imprescindible para dejar constancia de nuestras andanzas.
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Porque si en el fondo, no en la forma, todos somos como críos jugando a ser toreros, queriendo poner voz a los muñecos del guiñol y nos acercamos al organillero para darle unas moneditas, que nos dieron nuestros mayores, ¿a qué extrañarnos de que el “Chamberlán” anide en los responsables de nuestra pobreza? Pues así ha sido; y es, ahora y siempre. Incluso ahora más.
Como la obviedad no debe repetirse, afiancemos nuestro conocimiento sobre el mundo del cine, de quienes lo hacen y de quienes lo visionan, diciendo que las dificultades añadidas de una época no deben entorpecer, y menos perturbar, nuestras conclusiones sobre la bondad, o no, de unas películas que nos han llegado para testimoniar esa pobreza como una de las bellas artes.
Y es mérito de quien venía de filmar y estrenar Balarrasa, con gran éxito, y que después lo intentó con El inquilino, desbaratando la censura sus planes por los cortes y cambios que se introdujeron para su estreno. Salvó Surcos, por muchos considerada su mejor película, logrando que hoy día no haya perdido nada de su denuncia, siendo casi más premonitoria que en su estreno.
Otro tanto decimos sobre el autor de Mi tío Jacinto, que venía de aquella puntillosa Ronda española, seguida de los éxitos internacionales de Carne de horca, Marcelino, pan y vino y Tarde de toros. Con esos mimbres supo filmar la tierna y picaresca Mi tío Jacinto, que se añade, con Surcos, a la lista de películas ya mencionadas en este Rashomon.
Con lo que queremos manifestar nuestra más que notable y notoria aportación a la palpable evidencia de que la pobreza en el cine debe figurar como una de las bellas artes: así lo demuestran, y con creces, Surcos y Mi tío Jacinto.
Escribe Carlos Losada