Distrito Quinto (1957), de Julio Coll

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La inspiración de Reservoir dogs

distrito-quinto-1Julio Coll (Barcelona, 1919-Madrid, 1993) emerge, en la década de los años cincuenta del siglo pasado, como un personaje imprescindible en el nacimiento y configuración del cine negro español. Coll ya participó como guionista en Apartado de correos 1001 (1950), de Julio Salvador,  filme que junto con Brigada criminal, de Ignacio F. Iquino, y del mismo año, están considerados los ejes fundacionales del citado género al modo hispánico.

Cabe decir que el guionista y posterior director fue una persona polifacética: amén de director y guionista, también ejerció de productor de muchas de sus películas, escribió alguna novela y relatos de ciencia ficción, ejerció de periodista así como de crítico musical y teatral e incluso como realizador de televisión dirigió algunos capítulos de la serie Crónicas de un pueblo (1971-1974).

El debut de Coll en la dirección se produjo con Nunca es demasiado tarde (Barcelona, 1955), de la cual fue también guionista; continuó con La cárcel de cristal (Barcelona, 1956), también en funciones de director y guionista; les siguió Distrito Quinto (Barcelona, 1957), Un vaso de whisky (Barcelona, 1958-59), El traje de oro (1959), Los cuervos (1960-61) y La cuarta ventana (1961, Barcelona). En todas ellas, el argumento, el guión, los diálogos y la dirección corrieron a su cargo.

Su carrera se prolongaría en el tiempo, pero sin lugar a dudas fueron estos filmes los que le otorgan un lugar de honor en la soterrada historia del cine español. Valga mencionar que Coll usó como actor fetiche a un Arturo Fernández alejado del posterior estereotipo de cómico y donjuán seductor en que se encasilló al actor, el cual hizo gala de unas excelentes dotes dramáticas a las órdenes del director barcelonés.

También Alberto Closas y un jovencísimo Carlos Larrañaga gozaron del beneplácito de Coll, el cual consiguió reunir a las tres hijas de Ramón Ruiz Alonso (Emma Penella, Elisa Montés y Terele Pávez) en La cuarta ventana. Asimismo, el músico  Xavier Montsalvatge le compuso la banda sonora de cinco de las películas citadas, convirtiéndose en una seña de identidad más del moderno y sofisticado estilo de Julio Coll.

Los años cincuenta

La efervescencia económica que se produjo en la Ciudad Condal en la década de los años cincuenta fue fundamental para el afianzamiento de la industria en general y de la industria cultural en particular. Barcelona se erige en el mascarón de proa de una modernidad a la que la España franquista se verá impelida, malgré elle y sus dirigentes, a participar. La autarquía económica había sido superada, el franquismo se cimentaba internacionalmente (Tuñón de Lara) y el Régimen ofrecía las primeras fisuras internas: los sucesos de 1956, por los cuales la Universidad se convertiría en punta de lanza contra el propio Régimen.

El Partido por antonomasia (el PCE) cambia la estrategia, abandona la lucha armada y apuesta por la reconciliación nacional, por llevar a cabo una oposición clandestina desde el interior del país. Blas de Otero publica en 1955 Pido la paz y la palabra, cuyas iniciales dan un acrónimo muy soviético. El Partido también había hecho acto de presencia en el cine con las conversaciones de Salamanca en 1955, en donde J. A. Bardem y Muñoz Suay marcaron el diktat que el nuevo cine español debía seguir.

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Una nueva política económica, un nuevo cine

La modernización de la economía española debía producirse mediante su inserción en el contexto europeo. Así pues, los tecnócratas del Opus Dei, con la aquiescencia de Franco, pergeñarán mediante los primeros planes de estabilización el rumbo que la economía debía seguir (así hasta nuestro días). Barcelona, históricamente, siempre  ejerció (o se vanaglorió de ello) esa vanguardia europeísta. En los años cincuenta, la literatura (el grupo de Barcelona: Gil de Biedma, Carlos Barral, Badosa, Costafreda, J. A. Goytisolo…) y el arte barceloneses en general se convertirán en los abanderados de la apertura hacia las corrientes externas europeas.

Si ese impulso ya propiciado en el cine por las citadas Conversaciones… adquirió en Barcelona un estilo más moderno y europeo, se debió a que lo urbano-industrial-burgués estaba allí más enraizado, mientras que los autores no barceloneses aún participaban de cierta mirada noventayochista que les obligaba a situar lo rural y provinciano como ejes de una España atrasada y anclada en sus demonios históricos; una España que se estaba despoblando por una emigración interior hacia las zonas más industrializadas y con mayor crecimiento (Barcelona, of course,  Euskadi, Madrid, Valencia…). Sirvan de ejemplo Muerte de un ciclista (1955) y Calle Mayor (1956), de Bardem; Bienvenido mister Marshall (1953), Los jueves, milagro (1957) y Plácido (1961), de Luis García Berlanga; La tía Tula (1964), de Miguel Picazo; e incluso el debut de Basilio Martín Patino en 1966, Nueve cartas a Berta.

Sin embargo, los autores catalanes (el propio Coll, Rovira Beleta, Juan Bosch) consiguieron zafarse de esa mirada turbada por cierta esencialidad castellanista sobre el trasfondo del ser de España, para ceñirse a lo más inmediato, a la realidad circundante, apoyándose en un nuevo modo de mirar procedente del neorrealismo italiano y en un nuevo género cinematográfico, dominante en el Hollywood de los años cuarenta y que también estaba en la base fundacional del neorrealismo (Ossessione, 1943, de Visconti, se basa en la novela de James M. Cain El cartero siempre llama dos veces): los mimbres y los patrones del cine negro o policíaco.

La adopción y adaptación de este cine genérico les sirvió para abrir horizontes, para canalizar un malestar patente después de casi veinte años de franquismo, para inaugurar una perspectiva de acritud, amargura, derrota y fracaso, que refutase toda una ideología plasmada en un cine acartonado y dominante hasta el momento, en que el historicismo, la nueva épica remozada, lo religioso o la comedia costumbrista eran la tónica generalizada.

Eclosión del cine negro

Así pues, en la década de los cincuenta, pasito a pasito, el cine negro será el instrumento desde el cual mostrar un país real en desacuerdo con la imagen edulcorada que el Régimen porfiaba por exhibir. El género será utilizado desde la izquierda y desde los propios falangistas desencantados que no renuncian a la revolución pendiente.

Entre los títulos más sobresalientes de esta década (Santi Fernández), además de los ya citados, Surcos (1951) y Los peces rojos (1955), de J. A. Nieves Conde; Las manos sucias (1957), de J. A. de la Loma; Cita imposible (1958), de Antonio Santillán; El cebo (1958), de Ladislao Vadja) A sangre fría (1959), de Juan Bosch; De espaldas a la puerta (1959), de J. M. Forqué. En los sesenta, continuaría su cultivo: así, A tiro limpio (1963), de Francisco Pérez-Dolz, hasta alcanzar la parodia del mismo género con la magnífica Atraco a las tres (1962), de J.M. Forqué.

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Distrito quinto

La elección del título de la película de Coll ya ofrece ese aroma propio de cine negro: un título de carácter topológico, propio de una gran urbe que necesita ser cartografiada y distribuida por zonas, distribución numérica, racionalista y matemática propia del urbanismo norteamericano pero ajena a nuestra cultura. Valga remarcar que dicho título no se menciona ni una sola vez en el filme. Valga advertir también que la acción transcurre toda en un interior, más allá de algún plano fugaz —en picado— a unas calles laberínticas y a una línea de horizonte salpicada por azoteas y terrazas urbanas.

Coll consigue eludir el lastre de partir de una obra teatral de Josep Maria Espinós: És perillós fer-se esperar. Respetando la unidad de espacio, de acción y de tiempo aristotélicas logra edificar una excelente narración cinematográfica. Lo consigue mediante la planificación, los movimientos de la cámara y, sobre todo, mediante la estructura y el montaje. La elegancia y la sinuosidad de los movimientos de cámara convierten esta mirada en un periscopio que se adentra en las conciencias de los personajes; en un bisturí que disecciona la densa y espesa atmósfera de desesperanza que oprime a los prisioneros que habitan un cubículo-cárcel tan metafórico como real.

La intriga, el suspense

Partiendo de la fórmula de la novela de intriga clásica (el whodunit, la novela enigma de Agatha Christie), en la que la acción se desarrolla en su totalidad en un espacio cerrado, en la que la novela se asemeja a un problema que hay que resolver y en la que el crimen se concibe como un teorema matemático, el director y guionista catalán elabora una intriga policíaca, de cine negro, al psicologizar la trama y convertir a todos los protagonistas en culpables desde un principio, pues todos ellos, en mayor o menor medida, por activa o por pasiva, son unos timadores, unos delincuentes.

No hay nadie inocente. Todos son culpables. Desde una perspectiva religiosa, todos son pecadores. Su pecado consiste en ser seres descarriados, en haber renunciado al bíblico y genesíaco «ganarás el pan con el sudor de tu frente». En una España en la que la posguerra y sus consecuencias (hambre, racionamiento, estraperlo) han sido superadas, la pobreza se convierte en un hándicap para los personajes, cuyo espíritu ha sido contagiado por la corrupción crematística, por el dinero fácil, por los primeros atisbos de los deseos y anhelos propios de una sociedad de consumo.

Y consumidos por estas apetencias que genera la época, deciden tramar, urdir un plan para enriquecerse: el robo de las nóminas de los trabajadores de una gran fábrica. La preparación de dicho robo debería ser el eje estructural del guión, pero se convierte en una mera excusa para desgranar sus personalidades, sus psicologías y su manera de encarar la vida. De hecho, el suspense recaerá sobre cuál es la verdadera identidad y función de un personaje sobrevenido sobre ese microcosmos delictivo en potencia.

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Juan, el intruso redentor, el hijo pródigo

Alberto Closas interpreta a Juan, supuesto nombre del personaje que hace acto de presencia en el ático donde se está tramando el delito. Por necesidades pecuniarias de los propietarios (la pareja formada por el bailarín y profesor Miguel y su mujer Tina, arrendadores de ese espacio que funciona como una academia de baile y cuyas habitaciones son realquiladas al resto de protagonistas), es aceptado como nuevo inquilino, ocupando el cuarto que ha dejado libre una tal María C., que lleva varios días desaparecida, desde la muerte de El Marquesito, con quien estaba amancebada. El cadáver de El Marquesito fue encontrado en una pensión cercana.

La presencia de Juan provoca inquietud entre los inquilinos. Su actuación responde a la de un perfecto manipulador. Se comporta como una especie de ángel luciferino que sabe pulsar en los más hondos anhelos y frustraciones de cada uno de los demás inquilinos, al modo del personaje pasoliniano de Teorema (1968). Juan sólo ofrece amargura, desconfianza, dureza y cinismo. No obstante, consigue hacerse con las riendas del plan, después de descabezar a Gerardo (Arturo Fernández), al que consigue domeñar y llevar a su terreno y quien ejercía de cabecilla hasta entonces.

El vínculo de unión entre los personajes será la figura del ausente Marquesito, verdadero páter putativo de Gerardo y, especialmente, de Juan. Sus métodos como timador son alabados por Gerardo, especie de discípulo que cederá y reconocerá la herencia en Juan, alumno aventajado (y posible asesino) de El Marquesito. Es notable el paralelismo de amargura y de malestar, la mala conciencia que habita en el alma del personaje al que interpreta Alberto Closas, malestar y mala conciencia que arrastra y deviene de su personaje en Muerte de un ciclista, simbolizando en ambos casos la insatisfacción ante la organización política de la sociedad y el statu quo reinante en la España de los cincuenta.

La intriga de la trama recaerá sobre la verdadera identidad de Juan, no sobre la preparación de la acción criminal. Alcanzar el desvelamiento de su escurridiza y oculta personalidad será el motor de la trama. Para mantener en vilo dicho suspense en el espectador, Coll recurrirá a una estructura narrativa suspensiva.

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La estructura del suspense

Julio Coll es consciente de que su novedad temática (unos ladronzuelos y unos desclasados anhelantes de convertirse en ricos por el atajo del delito) requería de una innovación formal a la altura de tal innovación. Para ello, emulará a Joseph L. Mankiewicz, del que adoptará la estructura caleidoscópica y el perspectivismo de Carta a tres esposas (1949) y de La condesa descalza (1954). Todos los personajes se convertirán en mayor o menor medida en narradores, incluso con el subrayado de la voz en off, excepto el susodicho Juan.

De igual modo que Stoker en Drácula (1897), el personaje principal, el que atrae toda la atención del espectador, el que encarnas la figura del Mal o, en este caso, de la tentación delictiva, es narrado, pero nunca narra. Para ser exactos, en la secuencia final se apropia de la narración y se convierte en una especie de director de pista, de escena, ocupando el centro de la circunferencia que es el comedor del habitáculo. Su látigo será un revólver con el que apunta y somete la voluntad de sus descarriados compañeros, obstaculizando con su presencia la salida por el pasillo que les podría servir de vía de escape, de vomitorio hacia la libertad.

Coll apuesta por una estructura in medias res, con una secuencia inicial en la que sitúa la cámara fija y estática en el túnel de entrada a la vivienda: por ese estrecho portal —vía de acceso al interior de la madriguera de la que no podrán huir— irán llegando una serie de personajes, vestidos todos ellos con un mono de trabajo. A continuación, a través de las escaleras los conducirá al ático. De allí ya no se moverán.

El origen de la excitación y el nerviosismo que presiden los movimientos de los personajes nos ha sido hurtado. La elipsis del robo deberá ser rellenada a lo largo del metraje. A continuación, en el ático, se inicia una larga y tensa espera. Hay un personaje, el que porta el botín, que no llega: Juan. Las elucubraciones y suspicacias respecto a su tardanza se desatan. Este presente de la narración, nervioso, angustioso, exasperante durará tres horas y algo. El tiempo del discurso viene marcado por la esfera de un reloj con carillón que preside el creciente desasosiego de la espera.

Desde este presente de la narración, varios saltos atrás nos informarán de todo lo elidido hasta el momento. El primer flash-back retrocede hasta el día de la misteriosa arribada del no menos misterioso Juan. Los saltos hacia atrás son subjetivos y encadenados; dentro de un mismo salto puede ofrecerse un cambio de perspectiva, propiciando un ritmo in crescendo, una tensión cada vez más palpitante.

A partir de estos retazos retrospectivos, se irá configurando la trama del robo, se irán perfilando el carácter y la psicología de cada uno de los personajes pero, magistralmente, la figura de Juan seguirá imbuida de una ambigüedad que sólo se resolverá en la secuencia final. Desde el inicio hasta el final sólo han transcurrido tres horas y media, tiempo cinematográfico —que no real— más que suficiente para ofrecernos un muestrario de frustraciones y fracasos vitales.

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Los personajes

Arturo Fernández encarna a Gerardo, un fotógrafo callejero y un timador profesional. Su cinismo es proverbial. Su máximo anhelo es comprarse un coche deportivo para presumir con él. Tiene bajo su férula a la mujer fatal del guión, a Marta (Montserrat Salvador), una pseudo-prostituta cuyas ganancias revierten en beneficio de Gerardo. Marta en el fondo es una pobre e infeliz mujer que espera ser redimida de su condición prostibularia mediante el amor de algún príncipe azul.

Marta está intentando engatusar a Andrés (Carlos Mendy). Éste trabaja en la fábrica objeto del atraco. Su participación es imprescindible para llevarlo a cabo. Su verdadero amor-lujuria por Marta y por lo que ésta le pide (joyas, vestidos, lujo) actuarán como detonantes de su decisión participativa.

Miguel detenta la academia de baile y es un artista frustrado por no serle reconocido su maestría artística. Coll le otorga al actor que lo interpreta (Pedro de Córdoba) una larga secuencia en la que nos ofrece un recital de sus magníficas cualidades como bailarín mediante un zapateado sobre la madera de la tarima, con un ritmo frenético, desbocado, con un Miguel totalmente entregado a su vocación auténtica. En contraste, la lluvia golpea los cristales en el exterior.

Tina (Linda Chacón) es una antigua alumna y ahora su mujer. Es el único personaje que no conoce lo que se está urdiendo. Al final, participará de la trama por su ambición: conseguir un hogar propio que no haya de compartir con otras personas.

David, el Bobo (Jesús Colomer), es un sensible poeta becqueriano, cuyos anhelos son poder disponer de jabón para lavarse las sucias manos por su empleo de limpiabotas, así como poder publicar sus cursis versos.

Alberto Closas es el enigmático Juan, que sabrá hacer bailar a su son a cada uno de ellos, apelando a sus anhelos frustrados, a su vanidad herida. Un Mefistófeles en toda regla que, posiblemente por cuestiones de la censura, se transformará en ángel redentor de cada uno de sus compinches. Por supuesto, el primer personaje al que redimirá será a sí mismo.

Su discurso final, más bien sermón, no deslegitima la trayectoria de cinismo por la que se ha desplazado. Un sermón moralista, como debe ser, en el que se apela a la inocencia de cada uno de los personajes incidiendo en su infancia, en su familia, en una etapa de su vida dominada por la inocencia, y a la que sí o sí, por imperativo categórico, él ha decido reintegrarse y reintegrarlos. Aun a precio de que sea habitando la cárcel real, pues como  prisioneros de una metafórica ya han estado deambulando durante toda la película.

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Símbolos

En la terraza del ático, hay un palomar del que se encarga el Bobo. Nada más llegar del atraco, abre la jaula para soltar las palomas. Qué duda cabe que es un reflejo indirecto de los personajes encerrados en su propia jaula. De igual modo, el reloj con carillón es una presencia constante en el comedor. Marcará el angustioso paso del tiempo y la incertidumbre sobre la verdadera personalidad de Juan.

Éste posee un anillo que nos lo identifica como conocedor de el Marquesito (y, posiblemente, como su asesino). Con ese anillo abofeteará despiadadamente el rostro de Marta, en una brutal y violenta secuencia. Es la respuesta de Juan ante el flirteo seductor de Marta. Con el anillo le marca la mejilla, estigmatizando su condición de mala mujer. La bofetada de Glen Ford a Rita Hayworth no le llega a la… mejilla. Juan sólo maquina para conseguir un (falso) pasaporte. Éste será su salvoconducto futuro para abandonar el país.

La traición final de sus compañeros al hermético Juan: Andrés no se resigna a lo que ellos creen que ha sido una estafa y decide llamar a la policía y denunciar a Juan, para que no pueda escapar y sea atrapado, dicha traición se convierte en un boomerang que inclina el fiel de la balanza del amargado Juan hacia el territorio de la redención obligatoria. No hay salida cuando los propios compañeros en el delito no son capaces de mantener su fidelidad.

Como leitmotiv que subraya el ambiente opresivo en el que chapotean los personajes, la maravillosa música de Xavier Montsalvatge. Una melodía propia del jazz, que cede y pauta las imágenes con un solo de armónica que agudiza la soledad y el malestar que pueblan el ánimo de los inquilinos y de la pantalla.

Como anécdota final, resaltar la semejanza de este filme con Reservoir Dogs (1992), de Quentin Tarantino, semejanza que se utiliza para atraer la atención sobre el filme de Coll. Sin Tarantino, seguiría siendo (y es) una gran película. Y ya puestos, señalar también que en la secuencia final Juan hace acto de presencia con un maletín que se supone contiene el botín del robo. Maletín sobre el que Juan descerraja un tiro y al que impide acercarse a sus compinches para comprobar su contenido. Después de este tiro sobre el maletín, se inicia el sermón que clausura la película. Así pues, aquí está (también) el maletín-macguffin de Pulp fiction.

La cámara al final se mueve en un travelling por el pasillo del ático, alejándose de los personajes y acercándose hacia nosotros, abandonando esa ratonera y esa colmena-edificio (cuerpo, sociedad, país), saliendo de la madriguera en la que abajo, en el soportal, al inicio de la película ha estado esperando a los mismos personajes.

No hay salida.

Escribe Juan Ramón Gabriel

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