Las uvas de la ira (The grapes of wrath, 1940), de John Ford

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Un Ford sensacional clama por los desheredados e indefensos

El maestro John Ford acomete la adaptación de la maravillosa y cruda novela del celebérrimo escritor norteamericano John Steinbeck, Premio Nobel en 1962. La novela (importante documento social de la época), que no hace mucho volví a leer providencialmente, retrata la odisea de una familia que huye de la pobreza y marcha en busca del dorado prometido: la soleada y fecunda California.

Una arrolladora alabanza a la dignidad y al decoro de los millones de desamparados que emprendieron una dura y dramática marcha, durante la Gran Depresión, en pos de un incierto porvenir. Amén de ser toda una lección de cine de esas que quita el aliento, con escenas de resplandeciente belleza y amargura, una obra grande e indispensable.

Tom Joad (Henry Fonda) vuelve a su casa tras dos años de cárcel. Pero la ilusión de volver a ver a su familia se transforma en frustración al ver cómo compañías anónimas, bancos sin rostro e intereses ignotos los despojan de sus tierras, por las que muchos incluso han muerto, y los expulsan.

Para encontrar una vida mejor y huir del hambre y la miseria todo el grupo emprende un largo y penoso viaje a California. Buscan esa tierra prometida donde dicen que hay trabajo para todos. Será una larga travesía por desérticas e interminables carreteras en pobre y herrumbroso vehículo. Se guarecen en campamentos donde se hacinan, junto con cuantos se han visto también expulsados de sus hogares.

Las causas de esta emigración son sencillas y hondas a la vez: «las causas son el hambre en un estómago, multiplicado por un millón; el hambre de una sola alma, hambre de felicidad y un poco de seguridad, multiplicada por un millón; músculos y mente pugnando por crecer, trabajar, crear, multiplicado por un millón» (Steinbeck).

Con este empuje se sostiene la familia, atravesando prácticamente toda la geografía estadounidense. La llegada al destino supone la esperanza, la ilusión de poder vivir, el anhelo de conseguir por fin un trabajo con el que poder ganarse el sustento, la confianza de establecerse finalmente y dejar de huir del hambre y la miseria, la expectativa de recuperar la dignidad.

Pero la realidad no es lo esperado, también hay grandes compañías en estas tierras, que buscan el máximo beneficio a costa del trabajador, que reclutan a los obreros como si fueran máquinas que se usan cuando son necesarias y se descartan cuando ya no hacen falta: hombres, mujeres, niños, un ejército de mano de obra barata.

Con ello nace la conciencia de lucha. Presentar batalla por lo que es legítimo de la persona, el derecho a poder comer los productos que cultivan, asentarse en la tierra que se trabaja, vivir en las casas que construyan.

Será la unión de los empobrecidos la que les brindará un alma con la que ser auténticamente protagonistas de su existencia, la solidaridad en las pequeñas cosas que construyen humanidad genuina. «Porque el hombre, a diferencia de cualquier ser orgánico o inorgánico del universo, crece más allá de su trabajo, sube los peldaños de sus conceptos, emerge por encima de sus logros» (Steinbeck).

Como dijo el famoso critico estadounidense Roger Ebert, esta película es: «una parábola de izquierda, dirigida por un director estadounidense de derecha, sobre cómo el hijo de un aparcero, un alborotador de bar, se convierte en un organizador sindical».

Efectivamente, pero este mensaje se nos presenta en la pantalla con tal audacia y, además, con personajes de tal simpatía e imágenes de tan enorme beldad que el visionado hace que sintamos más lástima que cualquier otra emoción incluso antagónica. O sea, es una película con un fondo ideológico, pero en absoluto un panfleto ni un filme demagógico. Todo lo contrario.

El viaje ideológico del personaje y héroe Tom Joad se plasma en los dos asesinatos de los que es responsable. 

El viaje ideológico del personaje y héroe Tom Joad se plasma en los dos asesinatos de los que es responsable. El primero tiene lugar en un salón y Tom se lo describe a un expredicador: «Estábamos borrachos. Me clavó un cuchillo y lo derribé con una pala. Le golpeé la cabeza hasta aplastarla». Después de cuatro años entre rejas, Tom obtiene la libertad condicional y regresa a la granja de su familia en Oklahoma. Justo para descubrir que su familia ha sido expulsada del lugar y lanzada a emprender una migración desesperada.

Llegando al final de la película, después de ver a los agentes y matones pegar y disparar a unos huelguistas, es atacado una vez más, esta vez por un hombre con una insignia y un garrote. Le arrebata la porra y lo mata. La lección es clara: Tom ha aprendido quiénes son sus verdaderos enemigos y ahora puede enfocar su vida con objetivos claros.

Técnicamente la obra es superlativa, con un sobresaliente Ford que firmó una de las mejores películas de todos los tiempos. El reparto es sensacional, con un Henry Fonda en un trabajo casi perfecto como Tom; la actriz Jane Darwell en el rol de Ma Joad ganó el Oscar a la mejor actriz de reparto; John Carradine también juega un papel decisivo como Casy, el predicador reformado. Sensacional, como ya he apuntado, una Jane Darwell que le da fuerza y liderazgo a la familia. El abuelo Charley Grapewin es rico en humor y tragedia. Completan la lista Russell Simpson, Dorris Bowden, Zeffie Tilbury y Frank Darien.

Gran fotografía de Gregg Toland, que trabajó con niveles de luz muy bajos en un filme donde abundan las imágenes nocturnas. La fotografía de Toland captura la rigurosa sencillez de los migrantes, pobres, gente cansada, aturdida y con limitado caudal de esperanza. Cabe recordar las imágenes de la granja de Joad, donde Tom y el predicador parecen iluminados apenas por una vela. La fotografía de Toland captura la rigurosa sencillez de los migrantes pobres.

Tiene todos los ingredientes para servir a modo de lección sobre la vida y el mundo que nos toca, con muchas equivalencias con nuestra época.

Además, sin duda por la experiencia anterior de Ford con películas que venían del cine mudo en las que tuvo que trabajar con bajos presupuestos, en esta no hace uso de montajes ni movimientos de cámara innecesarios, de modo que el filme no contiene planos alegres o rutinarios. No hay un solo plano descuidado o común, pues es una obra basada en la experiencia real y el sentimiento de lo noble.

Un canto a la dignidad de los desamparados que durante la Gran Depresión pusieron rumbo con tesón a un incierto porvenir. Y es también una lección de cine llena de escenas de esplendorosa hermosura y padecimiento. Película imprescindible, un drama absorbente, tenso, realista y con una importante carga de pirotecnia social y política, socialismo de la época en la que mucha gente era explotada, vejada y a veces asesinada.

En la grande, hermosa y lírica despedida de esta película se puede escuchar a Henry Fonda clamar: «Donde haya una posibilidad de que los hambrientos coman, allí estaré; donde haya un hombre que sufre, allí estaré; estaré en unos gritos de los hombres a quienes vuelven locos, y estaré en las risas de los niños cuando sientan hambre y la cena esté ya preparada; y cuando los hombres coman de las tierras que trabajan y vivan en las casas que levanten, allí también estaré; (…) allí donde haya injusticia, sufrimiento, gente acorralada, estaré yo».

La situación de los Joad y de cientos de otras familias de refugiados durante su frenética búsqueda de trabajo en la California de aquella época es una visualización impactante de lo que ocurre hoy con la inmigración, una situación que exige una generosa atención humanitaria y una seria reflexión que Ford nos aporta con su magisterio.

Por eso, esta película tiene todos los ingredientes para servir a modo de lección sobre la vida y el mundo que nos toca, con muchas equivalencias con nuestra época. A la vez, es un alegato en favor de las mejores virtudes, una denuncia contra los peores pecados del género humano y también una interpelación en favor de la justicia social.

Escribe Enrique Fernández Lópiz