El diablo dijo no (Heaven can wait, 1943), de Ernst Lubitsch

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El viejo mundo se apaga

La penúltima película que pudo acabar Ernst Lubitsch, cuatro años antes de su prematura muerte, fue una comedia ligera basada en la obra de teatro Birthday, de Leslie Bush-Fekete, y adaptada para el cine con el guion de Samson Raphaelson.

Este hecho nada excepcional –el de su inspiración teatral– viene sin embargo enriquecido por un elemento característico y exclusivo del cine: el uso variado del color a medida que avanza la trama, para conseguir un efecto de oscurecimiento vital que no parece al alcance de una representación en vivo.

Lubitsch usó por primera vez en una película el Technicolor para dotar de un encanto y delicadeza visual a su obra, muy amable aunque nostálgica, porque quiso después oscurecerla para simbolizar el tránsito de los good old times a una nueva época sombría y desesperanzada. En plena Guerra Mundial, el hecho de significarse con una comedia ligera podría ser interpretado como una frivolidad por parte del director alemán. Sin embargo, en aquellos tiempos no se había cebado todavía el monstruo del señalamiento virtuoso, y ese pequeño gesto de apagado de Lubitsch, tan significativo como sutil, bastó para evidenciar que era muy consciente de los tiempos que se vivían.

De todas formas, el director alemán –a la sazón de ascendencia judía –, no tenía que demostrar nada después de haber producido esa obra magna que fue Ser o no ser, ni parece que la temática fundamental de El diablo dijo no (Heaven can wait, 1943) fuese geopolítica.

Pero lo fundamental no quita lo accesorio, y volviendo al apagado paulatino de la paleta en la película, que tiende de los muy vivos colores calientes al gris, no podemos dejar de pensar que esto simbolice el avance de la edad del protagonista, pero también la muerte de un viejo mundo.

Sí, nadie duda de que el contenido metafórico de la película refiere principalmente al paso del tiempo, a la extinción de los viejos galanes, a la parsimoniosa pero inexorable decrepitud del vigor sexual, al proceso de fosilización que transforma el ardor juvenil de la carne en la eternidad pétrea del «amor verdadero»… pero no parece descabellado pensar que Lubitsch, aquel turista que acabó siendo un exiliado forzoso, había conseguido al fin consolidarse como ciudadano norteamericano tras su fallida experiencia inicial, y haber llegado a amar un American way of life que se marchitaba también a medida que su sociedad contemplaba el abismo al otro lado del océano.

Nada podría ser igual después de la segunda gran guerra y sus abyectas consecuencias. Un mundo moría y otro, enigmático, descorazonador y descreído, estaba por nacer. Esta película también puede ser una especie de elegía a los viejos y buenos tiempos, donde aún había ocasión para cultivar un hedonismo juvenil e irresponsable, pero también inocente y vital.

En este contexto parece lícito comparar la obra teatral con la película, porque puede darnos una idea de la intención de Lubitsch a la hora de adaptarla.

De la sátira a la comedia

La obra del húngaro Bush-Fekete carece de contexto sobrenatural. El diablo, elemento principal en la película, es un añadido de Samson Raphaelson. El guionista colaboró con Lubitsch nada menos que en nueve películas, pero el hito histórico más relevante de su carrera es el de haber escrito El cantor de Jazz, la primera película sonora de la historia. En este sentido, señalar que también trabajó con Hitchcock en Sospecha parece un logro menor, lo cual desde luego es un detalle que da la medida de su grandeza. 

Pero volvamos a los libretos: lo interesante es que la obra teatral, ambientada en Budapest, pretende ser, en su inicio, un retrato de la sociedad húngara de preguerra, con especial mención a las clases acomodadas. A lo largo de las seis décadas del protagonista, jalonadas en seis celebraciones de cumpleaños, se pasa de la gloria imperial a la debacle de la Primera Guerra Mundial, con la consecuente degradación vital de los protagonistas.

El relato de Bush-Fekete supone una sátira costumbrista agria y ambivalente sobre el hedonismo burgués y la deriva moral a través de los años: los episodios más ásperos, como la muerte de la esposa, se conservarán en la obra de Lubitsch, pero hay otros más mundanos, como un matrimonio posterior con una prima joven de su mujer o un episodio de impotencia senil ante una gobernanta de la casa, que desaparecen en la adaptación al cine.

No es de extrañar, porque la película norteamericana es una comedia sofisticada y benévola, amable con la oposición entre campo y ciudad, siempre con un trasfondo de nobleza humana. Además, es menos explícita con respecto a las debilidades humanas y también más condescendiente con ellas; el balance final de la película es que Henry no es «lo bastante malo» para el infierno, lo que constituye casi una enmienda a la totalidad de la obra de Bush-Fekete. El desenlace del filme es consolador y romántico, sugiriendo un reencuentro implícito «en el otro lugar» (el cielo) que le da una hondura emotiva notable.

a película norteamericana es una comedia sofisticada y benévola, amable con la oposición entre campo y ciudad

¿Machismo? Un señor ligando y los otros lo mismo

A pesar de la amable recepción crítica de la película, de la sutil aplicación del consolidado código Hays tanto en las referencias al alcohol –el hipo como síntoma inocente de la embriaguez que delata a la institutriz y al alumno– como al sexo –la nunca confesada e incluso en apariencia no consumada infidelidad de Van Cleve– y del retrato a veces amable, a veces sarcástico que se hace de las instituciones más consagradas de su tiempo, como la familia o el matrimonio, a medida que pasaba el tiempo no dejó de emerger cierto rubor ante el hecho de dedicar elogios a una película que versa sobre la redención de un Don Juan, arquetipo tan odioso para la moral victoriana, pacata y conservadora, como para los liberales que aspiran a derrocar lo que consideran pueriles y misóginas servidumbres sexuales.

Desde luego, parece inevitable concluir en favor de los segundos que la fraternidad masculina halla su culmen en la «absolución» diabólica: tanto Van Cleve como el diablo son presentados como hombres típicos, y esa imagen parece contribuir a cierta complicidad masculina en torno al trato hacia las mujeres.

Pero, a juicio de este muy humilde intérprete, tales conclusiones tienden a obviar el espíritu de los tiempos en que tanto la obra de teatro como la película fueron escritas, y vista la filmografía de Lubitsch con un poco de perspectiva, creo que al director germano podría reconocérsele una mesurada equidistancia en la tan traída y llevada «guerra de sexos», fruto de su fina capacidad de análisis de la naturaleza humana que compensa con creces los posibles y más bien aparentes arcaísmos sexistas.

Y es que como ya señaló Juan Ramón Gabriel en su estupendo análisis de To be or not to be, las mujeres que protagonizan las películas de Lubitsch suelen ser cualquier cosa menos seres inocentes y pasivos, condición casi necesaria para hablar de machismo, patriarcado e infantilización femenina.

Y es que, por lo general en las películas de Lubitsch, ellas ejercen un poder notable sobre la psique masculina merced al control sexual y la manipulación emocional. Son criaturas astutas a la par que tremendamente intuitivas: aprovechan los defectos narcisistas de sus compañeros, explotan sus ambiciones y debilidades, se muestran firmes y racionales cuando la ocasión lo requiere, y casi siempre resultan vencedoras en los envites de esa imaginada guerra eterna de baja intensidad que, según ciertos estamentos, caracteriza la relación entre hombres y mujeres.

Lubitsch tuvo ocasión de comprobarlo cuando Gene Tierney, la protagonista femenina que interpreta a Martha, una estrella en ciernes que venía de protagonizar Laura, de Otto Preminger, y que consolidó su éxito merced a esta obra hasta ser nominada al Oscar por la película Que el cielo la juzgue, le recriminó su actitud en los rodajes: se quejó al realizador de sus constantes gritos y salidas de tono, y este le respondió que le pagaban para ello. Rápida como un áspid, le espetó una respuesta devolviéndole su argumento: a ella no le pagaban lo suficiente para soportarlo. Se dice que Lubitsch rio con estruendo y a partir de entonces ambos se entendieron estupendamente.  

Como Lubitsch tuvo ocasión de comprobar en esta y otras ocasiones, ellas son, como cualquier hombre, capaces de hacer el bien y el mal, de ser impulsivas o calculadoras, de amar y manipular, de someterse o imponerse. Son, en última instancia, seres humanos, y parece absurdo pretender que no posean, a su manera, cualquiera de aquellas virtudes o defectos. Conjeturar que están en uno u otro sentido libres de ellos no es más que considerarlas criaturas perfectas o, por el contrario, intrínsecamente defectuosas. En cualquier caso eso las despojaría de su humanidad, y no me parece que pueda nada más alejado de una posible aspiración de igualdad, pero sobre todo, de una realidad evidente para cualquiera que no tenga la vista oscurecida por la insensatez ideológica.

Van Cleeve y su obsesión por no aparentar edad, o por seguir siendo considerado un conquistador,

Por el contrario, en esta y otras películas de Lubitsch, muchos hombres aparecen como dominados por un impulso irrefrenable, ya sea por las ansias de fama o poder o por los instintos sexuales. En el caso de Henry Van Cleve, este impulso sirve para retratarlo como un niño eterno, que siempre espera ser castigado por sus actos, y que aparece a vista de otros como irresponsable o también inimputable. De hecho, una gran parte del peso metafórico de la película se sostiene en la idea de que por él no pasan los años en lo emocional, aunque sí en lo físico. Es una especie de Peter Pan rijoso.

Su obsesión por no aparentar edad, o por seguir siendo considerado un conquistador, tiene un estupendo reflejo en la escena en que intenta infructuosamente seducir a la corista Peggy Nash para alejarla de su hijo. El golpe de realidad a la que Nash lo somete, tejiendo con astucia su red de encanto hasta mostrar la evidencia de su comportamiento anacrónico, concluye con una pregunta de Van Cleve a la joven sobre su edad y su aspecto, que posteriormente formulará también a su esposa, y que recibe una respuesta inapelable: el vetusto Don Juan tiene exactamente la edad que aparenta.   

El de Peggy Nash es, por cierto, un personaje añadido por el tándem Raphaelson/Lubitsch. No aparecía en la obra de teatro original y constituye uno de sus grandes hallazgos: es el artefacto para la demostración de que el tiempo de Van Cleve ha pasado, y de que su ingenuidad es pareja a su anticuada estrategia de conquista.

La escena se desarrolla en dos actos, el primero en que Nash extorsiona delicadamente a Van Cleve y el segundo en el que, junto a Martha y su hijo Jack, constata el doble fracaso de su plan: por un lado se da cuenta de que no hacía falta el soborno, puesto que Jack ya tenía pensado alejarse de Nash, y por el otro asume que es inútil que un padre –por cierto, actuando en abierta contradicción con su trayectoria vital– intente reconducir las preferencias amorosas de su hijo haciéndole sentar la cabeza para que piense en el matrimonio. 

Paradójicamente, será Jack quien intente en un futuro hacer sentar la cabeza a su padre. En otra escena de gran sensibilidad, el viejo Henry despierta de su eterno sueño de adolescente al redescubrir el libro que la fallecida Martha compró para su frustrado matrimonio con el primo Albert.

Es un detalle inesperado, contundente, magistral en su emotividad. Marchamo del buen cine.  

El relato de Bush-Fekete supone una sátira costumbrista agria y ambivalente sobre el hedonismo burgués y la deriva moral a través de los años

Imágenes para un clásico

Una de las escenas de esta película que más recuerdo desde mi juventud, allá a finales de los años 80, cuando TVE emitió un ciclo de Lubitsch, es la de la fotografía de la familia de Van Cleve, cuyos integrantes componen un coro que suma miles de años. Me pareció genial entonces y sumamente ocurrente ahora, que soy capaz de interpretar los rudimentos simbólicos de la obra.

Pero de nuevo Raphaelson y Lubitsch muestran maestría en su escritura cuando, como en la secuencia de Nash en dos actos, elaboran toda una escena de distintas capas para solventar un conflicto. La escena es la siguiente: Martha y por supuesto Henry Van Cleve tienen vetado el acceso a la casa de los padres de ella en Kansas; la deshonra del matrimonio frustrado con el primo Albert y la consecuente fuga de la pareja constituyen una grave ofensa para la familia Strabel, que repudia a su hija. Hace falta algo más poderoso que el amor paterno filial para que la vergüenza y la decepción se disipen.

La respuesta de la película es que las disputas matrimoniales, acentuadas por años de convivencia no reforzada por el amor incondicional –que se marchita irremediablemente en la rutina – son ese algo más poderoso.

El matrimonio Strabel se soporta y comunica a duras penas a cada uno de los extremos de una mesa de comedor gracias a la diplomática mediación del sirviente Jasper. Las disputas infantiles no hacen perder la sonrisa al mayordomo, que, más astuto que sus «jefes», se las arregla para hacer ver que transmite mensajes que ambos oyen perfectamente. Poco a poco, Raphaelson y Lubitsch van sugiriendo que sus desencuentros, animados por un espíritu de contradicción, serán capaces de romper la trampa del repudio a Martha: mientras la señora Strabel niega la entrada supuestamente a Henry –que luego resulta ser el primo Albert–, su marido le dice que quizá él si quiera verlo, y aunque en un principio no acepta, Jasper le hace saber que quizá algo le pueda haber pasado a su hija. Es entonces, en la superación de la vergüenza y la decepción por el amor paterno filial cuando ambos logran ponerse de acuerdo. La cordura del mediador se ha impuesto a la sinrazón y la familia Strabel vuelve a unirse… aunque por poco tiempo.

Muertes reales y aparentes

Hay que decir que esta es la última escena en la que aparece otro de los personajes más lúcidos de la película. El abuelo Hugo, interpretado por Charles Coburn, parece ser un gran conocedor del alma humana, y muy particularmente de la femenina. Como actor se come cada escena, opacando la presencia de cualquier otro intérprete, y aquí al final se muestra como un joven aventurero que consigue escaparse con la chica.

Su fallecimiento es elidido, como sucede con muchos otros personajes en una película que muestra el paso del tiempo fundamentalmente a través de Henry Van Cleve, pero su presencia se hace manifiesta incluso en la escena final del filme.

Y es que uno de los momentos más vibrantes y tensos lo protagoniza Hugo junto a Henry, cuando lo amenaza con esperarlo con un bate de béisbol a la puerta del cielo. Parece claro que aquí se nos da una clave de la película: el hecho de que Henry Van Cleve decida ir al infierno por su propio pie y hablar con Su Excelencia el Diablo, tal y como aparece en la cartela inicial del filme, parece deberse a que tiene miedo a que su abuelo lo esté esperando allá arriba. Prueba de esto es que en la escena final Lucifer lo tranquiliza y le asegura que este, que efectivamente se hospeda en el cielo, lo recibirá con los brazos abiertos e incluso abogará por él, como también lo hará Martha.

El diablo dijo no fue la película más exitosa en taquilla de la etapa sonora de Lubitsch

El cielo no pudo esperar para Cregar y Lubitsch

La personalidad y el aspecto del diablo son impresionantes, todo hay que decirlo. Laird Cregar, un gigantón de casi dos metros, rotundo y elegante, cumple perfectamente con la imagen de un CEO del infierno con despacho Art decó. Cuando uno investiga la trayectoria de este magnético actor se da cuenta de que la imagen que más se usa para representarlo es la de su papel en esta película, a pesar de haber participado en casi veinte filmes en el transcurso de un lustro, casi todos interpretando a personajes secundarios a excepción del último, donde interpretó al protagonista.

Tal fue el impacto en su carrera, que la película de Lubitsch contribuyó a abrirle las puertas del cielo en todos los sentidos: Cregar, merced a su corto pero intenso papel de Príncipe de las Tinieblas, fue reclamado como personaje principal para Concierto macabro, interpretando a un émulo del Dr. Jekyll y Hyde. Un individuo de fuerte presencia, pero que debía pesar bastante menos que sus habituales 137 kilos. Sometido a una dieta de adelgazamiento en la que llegó a pesar tan solo 88, su corazón no pudo aguantar y falló cuando el actor apenas contaba con 31 años.

No llegó a ver la película que muy probablemente le hubiera consolidado como un intérprete de primer orden, aunque se ganó el derecho a tener una estrella en el Paseo de la Fama y a recibir a Ernst Lubitsch a las puertas del cielo tan solo dos años después, cuando el afamado realizador tan solo contaba 55 años.

El diablo dijo no fue la película más exitosa en taquilla de la etapa sonora de Lubitsch, toda vez que ha sido considerada una obra menor en su filmografía. No puede negarse, sin embargo, que en lo que respecta a la comedia romántica estaba por encima de la media del género.

Revisitada hoy día constituye un hito de la escritura cinematográfica, un delicioso entretenimiento y un aviso sobre lo que realmente hace el buen cine: contar historias que nos emocionan en casi todos los sentidos, evidenciando los resortes profundos de la naturaleza humana.  

Escribe: Ángel Vallejo